La Heredera

30. Tres chicos

Ray

La adrenalina es excitante, pero me asusta. Mi corazón late como loco y mi mente se nubla. No sé qué hacer, pero estoy seguro de una cosa: debo correr.

Encontramos a Gustavo en la fiesta clandestina, la casa era lujosa y aparta de la ciudad, un escenario perfecto para ver toda clase de cosas extrañas. Bruno no se asombró por ninguna de ellas, parece que está acostumbrado a verlas, pero para mí, ese no es el caso. Siento que he ingresado a una guarida de lobos.

Bruno pregunta por indicaciones, los muchachos le señalan con el dedo por dónde debería moverse, hasta que llegamos al segundo piso de la casa y nos encontramos con otro mundo en tinieblas.

El olor, no lo puedo explicar, nunca antes lo había percibido; sin embargo, sabía que era malo porque las personas que aspiraban ese humo parecían zombies. De repente, Bruno se detiene y golpea mi pecho con ligereza para luego apuntar al rincón.

—Allí está.

En efecto, allí estaba Gustavo. ¿Pero acaso era él?

—No creo que sea buena idea hablarle en ese estado —comento con precaución.

—Yo no he venido a hablar —responde decidido—. No sientas pena por él, es una mierda.

—Oye, está rodeado por otros… parecen orangutanes —le resalto con angustia. Lo admito, tengo miedo, no quiero ser apuñalado.

—¿Eres un hombre o no? Vamos.

Eso fue suficiente. De dónde saca su coraje, no lo sabría decir, pero Bruno es obstinado y, de cierta forma, valiente, jamás podría tener el estómago para dar esta clase de pasos firmes, como un guerrero.

Va directo hacia Gustavo, no le importa pasar por encima de los otros, ni de tumbar la mesa con las botellas, pipas, manzanas y sustancias. Parece que no solo busca pelear con Gustavo, sino con todos a su alrededor.

Lo extraño es que cuando Gustavo alza la mirada, se ríe de Bruno y festeja su llegada ofreciéndole el vaso que sostenía en su mano.

—¡Hermano! —le dice— Toma asiento, aquí, aquí. ¿Cómo estás?

El rostro de Bruno se contrae, su nariz se arruga, su ceño se frunce, su maxilar se marca. Ahora que ha sido sacado de quicio, lo que hace es golpear directamente el rostro de Gustavo. ¿Acaso no puede sentir dolor? Gustavo se recuesta como gelatina sobre el sofá, soporta el impacto del golpe y sigue riéndose.

Creo que si Bruno no ve sangre no va a estar tranquilo. Para nuestra suerte, los demás jóvenes no se entrometen y más bien, forman una rueda que alienta a la pelea.

Bruno se abalanza contra Gustavo y comienza a dar una serie de golpes desastrosos, Gustavo solo los recibe y poco a poco su piel cede. Brota sangre de la comisura de sus labios, de su nariz y de sus cejas.

Oh, Dios, si no lo detengo, ese rostro no volverá a ser el mismo.

—Bruno, ya basta —voy y lo sujeto desde su espalda para separarlos. Qué bueno que él no me empuja o reclama.

—Creo que con esto ya calmé mi espíritu de venganza —masculla y escupe al suelo.

Lo observo bien, a pesar de la luz morada de la habitación, el pobre ambiente y el extraño olor que perturba los sentidos. Lo veo, riendo, mostrando sus dientes ensangrentados, pero sus ojos están vacíos, entrecerrados, rojos, dilatados. Su cuerpo está en letargo, suelto, un maniquí. ¿Sabe o no lo que está pasando?

En contraparte, el rostro de Bruno está vivo y enojado. Se nota el fulgor de tener una buena pelea, pero tampoco tiene la paciencia para esperar el momento adecuado. No me pareció para nada correcto lo que acaba de hacer.

Pero, ¿quién soy yo para decir algo?, si no he movido un dedo en todo esto. Adriano y él abandonaron todo para ir tras el que hizo daño a su amiga y yo, como ahora, solo observé. No estoy preparado para iniciar una pelea, no lo haría, no tengo coraje, ni ganas. Soy un cobarde.

Aun así, sigo a lado de Bruno y caminamos juntos; cuando estamos por salir de esa habitación, Bruno vuelve sobre sus pasos. Lo habíamos escuchamos claramente.

—¡Salúdame a Susana!

—¡Tú salúdame a tu madrastra, maldito imbécil! —responde de vuelta mi amigo.

Ahora si se armó lo bueno…

**

 

Graham

—¿Y bien? —repite con su voz chillona.

La señorita ha caminado todo el trayecto al estacionamiento, se ha parado frente a mi auto. Aún después de decirme todas esas cosas y ¿espera que le abra la puerta de mi vehículo?

—Pensé que no querías que sea yo quien te lleve a “mi” departamento.

—¿Cuándo he dicho yo eso? —responde con un gesto ofendido— He dicho que hay muchas formas de llegar sana y salva a casa. Dada la situación, ahora tu auto es la mejor opción. No llamaré a un taxi, teniéndote aquí. Dale, abre y vámonos.

Maldita sea. Tiene razón. ¡Eso es lo que me duele! ¿Por qué me quedé? Solo fui como un chaperón, ni a ella ni al otro muchacho le pareció agradable mi compañía, pero no podía dejarlos solos. Simplemente no podía.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.