Aníbal Sáenz
El patio trasero albergaba un jardín. Desde mi punto de vista, era inmenso y, según mi abuelo, cada día nacían coloridas flores y plantas de frutillas pequeñas como las fresas. Mi abuelo se sentía orgulloso de aquel maravilloso rincón. Tanta era su presuntuosidad que me animaba a traer a mis amigos para jugar sobre el pasto verde y así, recibir algún cumplido.
Sin embargo, una cosa había aprendido al vivir pocos días en esa casa. El abuelo ya no tenía voz ni voto. Solo era un anciano a punto de perder todas sus posesiones porque poco a poco la vida se le escapaba de sus manos.
Cuando cumplí seis años, un señor llamado Bram Sáenz llegó al departamento en el que vivía con mi madre. Tenía ese recuerdo entre las tinieblas y, algunas veces, se esfumaban revelando el rostro más joven de mi padre, pero con esa expresión repugnante.
Me he cuestionado esa pregunta muchas veces, más de lo que debería haberlo hecho, simplemente no podía entender el porqué de tanto sacrificio. Hasta el día de hoy no me he atrevido a reprochárselo.
Yo solo quería un lugar a donde volver. Mi madre me dijo que tendríamos más que eso, solo debía ser “obediente”.
Al formalizarse la unión, arreglaron mi nombre y nos mudamos a una enorme casa, inmediatamente me vistieron con trajes incómodos y me presentaron ante todos como el segundo hijo de Bram Sáenz.
Este segundo hijo tenía un hermano seis años mayor que él, también era nieto de alguien llamado Grahaim Sáenz y una abuela de raíces turcas que había fallecido hace tres años. El segundo hijo estudiaría en un colegio privado y, además, llevaría lecciones privadas interdiarias. Este niño, como era lógico, tampoco podía quedarse atrás con el estudio de las bellas artes ni los deportes, así que los fines de semana asistiría a las clases grupales del Club de su padre.
El segundo hijo llamado Aníbal Sáenz tenía metas que cumplir. Sus calificaciones debían mantener el promedio del 95% del total de créditos de todas sus materias. En deportes, debía encontrarse en el top cinco de los niños más habilidosos, y cada semana su reporte de tutorías debía alcanzar mínimamente siete de diez estrellas. La etiqueta era algo crucial y se practicaba todos los días, con rigor.
Todo ello no parecía ser una carga, después de todo, ya tenía alguien a quién podía llamar papá y podría venir a mi rescate.
Al principio fue cálido, se interesaba por mí, quería conocer mi pasado y mis costumbres. Realmente, esperaba la llegada de algún sábado para ir al parque junto a él y mi madre, pero ese día jamás pasó.
Al culminar el primer mes, mi madre estaba preocupada. Yo ni siquiera me di cuenta de la razón, hasta que llegó Bram Sáenz y llenó de reclamos y exigencias toda mi habitación. Sus palabras se grabaron en mi mente y se reproducirían cada vez, sin poder detenerlas.
Decía que esperaba mucho de mí y que lo había decepcionado. Los miembros de la familia Sáenz nacían para marcar la pauta y nunca ser el promedio. Todo estaba a mi disposición y yo lo desaprovechaba. Mi esfuerzo no era suficiente. No era un inútil, pero si seguía así, terminaría siendo uno. Debía aprender como mi hermano mayor. La vida es corta como para ser un tonto. Yo no podía ser un tonto porque era su hijo, sí me convertía en uno, entonces…
Por supuesto, yo no era un tonto. Supe darme cuenta a tiempo que esa no iba a ser una casita feliz, pero madre seguía alentándome a estudiar y superarme, a aprovechar la oportunidad que se nos había presentado.
Graham era callado y pocas veces nos dejaron reunirnos. Asistíamos a eventos sociales solo los tres. En un principio, no sabía por qué mi madre no nos acompañaba. Un día descubrí que Bram solo me había reconocido a mí y no a ella. Había una esposa principal, la madre de Graham, pero ella ya no vivía en la casa grande por un acuerdo de divorcio y, a pesar de que Bram habían traído a mi madre y a mí a su mansión, no se había casado con ella.
Cada vivencia dentro de ese lugar, me alejaba de mi padre y, a la vez, me volvía una persona rencorosa e impotente. Madre siempre repetía: “Sé obediente, sé obediente”. La pregunta era: ¿para qué debía ser obediente?
En el cumpleaños cuarenta de Bram, me ordenaron estar junto a Graham y tomarnos de las manos para no separarnos. Graham caminaba entre las personas mayores y las saludaba. Todas ellas lo llenaban de elogios, a él, un niño de trece años. Eso me hizo admirarlo.
Entonces pensé, ¿por eso debía ser obediente? ¿Para estar rodeado de personas y amigos? En mi estúpida inocencia le pregunté— ¿Tú mamá también te aconseja que seas obediente?
Al menos me puedo agradecer el haber preguntado eso mientras estábamos en el jardín. Graham me soltó la mano. Su rostro que siempre parecía inexpresivo, estalló en ira y me empujó.
—No hables de mi madre ni la compares con la tuya. Y tampoco te compares conmigo. Eres un bastardo corriente y tonto, por eso mi padre tiene dudas de que seas su hijo. No tienes derecho a hablarme, niño pobre, no eres mi hermano.
Me levanté y salí llorando buscando a mi mamá. Una búsqueda vana porque ella no se encontraba en la casa. Solo me refugié en mi habitación hasta que las palabras de Graham desaparecieran de mi cabeza. El secreto es que nunca lo hicieron.
De todas sus palabras, las que más me dolieron fueron: “No eres mi hermano”.
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Editado: 16.02.2024