La Heredera

51. Así somos.

Ray

Desde pequeño mi situación no me permitía añorar cosas, por más que la deseara con todo mi corazón. Sabía que obtenerlas era imposible para alguien como yo; y tampoco entendía porque éramos pobres si vivíamos en un lugar tan grande.

Era tierra infértil y mi padre no hacía nada para mejorar la producción. Ni siquiera se preocupaba por buscar algún oficio. Vivíamos gracias a una parcela de tierra. Mi madre me enseñó a labrarla hasta cuando pudo.

No recuerdo muchas cosas sobre el nacimiento de Marco, porque fue el mismo momento de la muerte de mi madre, pero estoy seguro que en ese tiempo mi padre ya no estaba a nuestro lado. Tal vez mi madre lo habría echado o él se fue por su cuenta. Quedamos solos, en esa zona olvidada, en donde todos me decían “cuida a tu hermano. Ahora eres el responsable de él, solo lo tienes a él”.

Entonces, al día siguiente eran ciertas esas palabras, ya que estaba con mi hermano en mi casa, sin mi madre y con vecinos que se turnaban para traernos comida. Doña Amelia fue la que más compartió con nosotros. Llegó al punto en que la veíamos todos los días, como si ella fuera nuestra abuela. Se encargaba de mi hermano cuando yo iba a estudiar, me enseñó a cocinar, a cambiar y bañar a Marco, todo lo que sé lo aprendí de ella. Comprendía lo buena que fue al cuidarnos y no podía ser exigente cuando ella tenía que volver a su casa para pasar tiempo con su verdadera familia.

No quería ser una carga. Yo tenía una responsabilidad:  cuidar a mi hermano, brindarle educación y que él cuente con todo lo que yo no pude tener. Comencé luego de terminar el colegio, porque ya tenía la fuerza para hacer labores de hombres y podía leer, escribir y contar para poder vender; y ello me brindaba dinero necesario para comer, vestir a mi hermano y ahorrar.

Deje de lado cualquier vanidad, cualquier deseo que pudiera distraerme de mi objetivo. No me atreví a enamorarme, no podía adquirir otra responsabilidad, ya tenía una muy grande. Si por un momento se me cruzó por la cabeza la idea de enfrentar a una chica, yo mismo desvanecía mis ilusiones, no tenía la suficiente confianza de poder invitarla a salir, porque no tenía nada que ofrecer. Pospuse todo lo referente al romance. No estaba permitido.

A mis quince años, recibí la visita de mi padre. No fue dramática ni ruidosa. Se trató de un invitado más que tocó la puerta, se presentó, dijo alguno u otro comentario sobre lo vieja que estaba la casa. Afirmó que era posible que no pudiera venir en un largo tiempo y esperaba que nos mantengamos con salud.

Cuando vio a Marco, le sonrió y le dijo que era muy parecido a su madre; y como despedida, nos aclaró que al pie del árbol de algarrobo que estaba en la casa de Doña Amelia, había una caja enterrada que contenía unos cuantos dólares, que tal vez nos podía servir.

Era un señor desgarbado, con ojeras pronunciadas y cabello grasoso. No parecía que llevara una vida correcta; sin embargo, sentí alivio al saber que tenía un padre que aún estaba vivo. A Marco le dije que esa persona era un vagabundo y no volvimos a hablar del tema.

En el fondo me preocupé por su aparición y me prometí no ser un hombre como él. Debía ser alguien que cuidara de su hogar, de sus hijos y de su esposa.

Muchas chicas me han gustado, a ninguna de ellas yo declaré mis sentimientos. Hasta que llegó Lisbeth. Me enamoré de su amabilidad y de su forma de ser, pero sabía mis límites. Existía una distancia entre lo que ella era y quien era yo. No podía atreverme a proponerle algo, debía estar más que agradecido con el solo hecho de que ella me tenga en cuenta como un amigo.

En esa distancia enorme y profunda. Solo en mi mente creé un puente que iba tejiéndose de ilusiones.

Cuando me llamó para decirme que había regresado y que necesitaba ayuda, acudí sin tener en cuenta el tiempo ni el lugar, porque me sentí necesitado por ella. Dejando de lado mi timidez. Teniendo en mente que le ayudaría en todo lo que estuviera a mi alcance.

Era domingo, me dijo que estaba en el aeropuerto, que regresaba a casa. Tomé un taxi y la encontré, ella traía una maleta y mostraba su bella sonrisa. Me pareció extraño que no avisara a Bruno ni a Susana. Fui directo y lo pregunté, solo me comentó que les daría la sorpresa luego.

Siendo el primero con el que inició contacto me sentí sumamente feliz. La acompañé en un taxi, a su departamento vacío, a cenar en un restaurante; y en el transcurso del viaje, tuve una impresión pasajera de que, en realidad, ella no necesitaba mi compañía para hacer esas cosas e ir a esos lugares. Sin duda voluntariamente reprimí todo eso. Era bueno escuchando y ella era buena hablando, me distraje y solo seguí elevado en una sensación de bienestar.

Describió los lugares que visitó en Francia y las cosas que había comprado; recordó a Sara, su prima, y me envió sus saludos. Todo estaba muy bien hasta que llegó la noche. El último paradero fue cerca de la plaza de la avenida Egipto por donde el ambiente era silencioso.

En ese instante, recibí una llamada, era de Susana. Ella era la única, aparte de Bruno, que me llamaba. Mientras que el celular de Lisbeth estaba continuamente vibrando, sin ella dedicarle tiempo.

—¿Es Susana? —asentí—. ¿Le contestarás? Te parece que entremos a un lugar seguro para que contestes la llamada. Vamos allí. Señaló a un hotel.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.