Vivir en México es lo mejor del mundo, o eso creía. Actualmente estoy con mi padre y siempre tenemos algo que hacer. A veces salimos a dar un paseo con los caballos por el rancho que tenemos, o simplemente nos limitamos a pasear por el barrio. Por mi madre ni os molestéis en preguntar, deje de saber de ella a raíz de la muerte de mi tía Regina.
Regina murió cuando yo apenas tenía catorce años, a raíz de una disputa entre bandas y desde entonces mi padre está obsesionado con que vaya a vivir a Orange Country, en California.
Mi padre dice que allí estaré bien, pero en Santa Fe tengo a todos mis amigos y compañeros de instituto. No quiero volver a empezar de cero. Aquí tengo mi vida, mis amigos, me encanta el colegio al que voy. En el colegio cuando me preguntaban de qué trabajaba mi padre, nunca sabía qué contestar. Porque por aquel entonces no tenía ni la más mínima idea.
— Pero papá, ¡yo no quiero mudarme a OC! –le grité.
— Tú harás lo que yo diga, que para eso soy tu padre. —suspiró, me agarró de ambas manos y me miró fijamente a los ojos— Lo hago por tu bien Farah, aquí tenemos muchos problemas y lo sabes.
— ¿Y lo sé? ¡Nunca me cuentas nada! ¿Cómo pretendes que lo sepa?
— Esta vez es algo más grave Farah, sabes que siempre te lo cuento todo, pero esta vez es mejor que no.
Cuando tenía diez años empecé a perder la relación con mi padre. Ya no pasábamos tiempo juntos, ni hacíamos lo que tanto nos gustaba hacer. Me hacía tantas preguntas sin respuesta, pero a medida que fueron pasando los años iba dándome cuenta de las cosas.
Enterarse con diez años que tu padre está involucrado en una de las mayores mafias de México y que encima es el jefe, impresiona bastante. Ese día me quedé en shock. Recuerdo que estuve sin hablarle más de una semana.
— ¿Y el instituto? ¿Y mis amigos? ¡Cómo me voy a ir allí si no conozco a nadie!.
— Farah cariño, si por mi fuera te quedarías conmigo, pero ya perdí al amor de mi vida una vez, no podría permitírmelo perderlo otra vez.
Me metí en un coche negro, con los cristales tintados, y me dirigí al aeropuerto. Estuve todo el trayecto mirando por la ventana, mentalizándome que a nueve mil kilómetros estaba mi nueva vida.
Una vez en el aeropuerto me bajé del coche y nuestro chófer me ayudó a sacar las maletas.
— Papá, prométeme que estarás bien.
— Te lo prometo Farah, en cuánto te des cuenta, ya estamos juntos otra vez.
Juntos otra vez. Esas frase no abandonaba mi cabeza, porque realmente estaba mentalizada a lo que podía enfrentarme. No sabía cuándo volvería a verlo, y si lo vería vivo o muerto. Es la realidad. Tengo que asumir en qué está metido mi padre de una vez por todas.