La noche era un manto de terciopelo sin estrellas, una negrura casi palpable que se tragaba la luz y susurraba secretos entre las almenas del castillo De La Fonte. No había luna que guiara los pasos, solo un viento gélido, cargado de presagios, que danzaba entre las torres como un espectro errante. En los jardines laberínticos, donde las rosas de sangre dormían bajo una capa de escarcha, una figura encapuchada se movía con la agilidad de una sombra.
Apretado contra su pecho, envuelto en telas raídas, un bulto lloraba con la desesperación de un alma perdida. La figura se detuvo, jadeante, junto a un rosal cubierto de espinas, y se inclinó sobre el pequeño ser, intentando calmar su angustia.
—Shhh...—susurró, la voz apenas audible por encima del viento—. Perdóname, pequeña Aerlyss. Perdóname por este cruel destino.
Con manos temblorosas, la figura avanzó hacia la imponente puerta de roble, adornada con grabados del Sol y grifos, símbolos ancestrales de la casa real. Depositó al bebé con cuidado en el umbral, el corazón desgarrado por la inminente separación. Tocó la puerta una sola vez, un golpe suave que resonó en el silencio de la noche como una súplica desesperada.
—Protégela—murmuró, las palabras cargadas de un dolor profundo y una determinación inquebrantable—. Queda en tus manos, mi amado Demian. Ella es la última esperanza.
Y luego, como si fuera una criatura de la noche, se desvaneció entre las sombras, llevándose consigo secretos milenarios que, durante años, nadie podría descifrar. Secretos que hablaban de una profecía olvidada, de un linaje maldito y de un poder ancestral que dormía en la sangre de la pequeña Aerlyss.
Diecisiete años después...
Katheryn De La Fonte vivía en una jaula dorada, un mundo de reglas inflexibles y apariencias inmaculadas. Cada día era una repetición meticulosa de la rutina real: despertaba con el tañido de la campana del ala este, un sonido metálico que resonaba en sus huesos como un recordatorio constante de su deber; desayunaba en el grandioso comedor real, bajo un techo abovedado adornado con frescos de batallas épicas y retratos de reyes legendarios; y pasaba las mañanas en clases de política, historia y etiqueta, aprendiendo a ser la princesa perfecta que todos esperaban.
Era una princesa en cada detalle: modales suaves como la seda, vestidos impecables que ocultaban su figura atlética, y una sonrisa ensayada que podía encantar a embajadores y calmar a súbditos inquietos. Katheryn era la joya del Reino del Sol Naciente, la heredera al trono, la esperanza de un reino que se tambaleaba al borde del caos.
Pero por dentro... algo se resistía. Algo en su interior se retorcía bajo el peso de las expectativas, como un ave enjaulada que anhelaba el cielo abierto.
Cuando la rutina la asfixiaba, cuando las palabras huecas de los cortesanos la mareaba y la perfección impuesta se volvía insoportable, Katheryn buscaba refugio en el jardín trasero, un oasis de verdor salvaje donde podía respirar sin sentirse observada. Esa noche, mientras el viento otoñal agitaba las hojas con un murmullo inquietante, Katheryn escapó de sus aposentos y caminó descalza hasta el lago artificial, un espejo de agua oscura rodeado de sauces llorones.
Dejó sus zapatillas, que llevaba en la mano, a un lado y sumergió los pies en el agua helada, esperando que esa frescura anestesiante apagara la inquietud que la atormentaba desde hacía semanas. Cerró los ojos y respiró profundo, intentando calmar el torbellino de pensamientos que la asaltaban, pero aquella sensación de fuego latente, de un poder desconocido que bullía en su interior, no desapareció.
—¿De verdad pertenezco aquí?—susurró, su voz apenas audible por encima del viento. Miró su reflejo temblar en la superficie del agua, una imagen distorsionada que parecía burlarse de su identidad. Un reflejo que, a veces, no reconocía como suyo. Un reflejo que ocultaba un secreto ancestral.
Por las mañanas, Lady Isolde, su dama de compañía y mentora, la recibía siempre con una paciencia envuelta en severidad, una disciplina implacable que había moldeado a Katheryn desde su infancia.
—Recuerde, princesa Katheryn, la gracia y la precisión no son negociables—le repetía mientras acomodaba un mechón rebelde que siempre escapaba de su perfecto peinado. —Una princesa debe ser un ejemplo de elegancia y compostura.
—Sí, Lady Isolde—respondía ella, con una cortesía automática, aunque sabía en lo más profundo de su ser que aquella rigidez no era parte de su verdadera esencia. Anhelaba romper las cadenas de la tradición, pero el peso de su linaje la mantenía atada.
—¿Estás bien, mi niña?—insistió la dama en otra ocasión, notando el brillo cansado en sus ojos y la palidez inusual de sus mejillas. —Has estado distraída y taciturna últimamente.
—Solo un poco fatigada, Lady Isolde—mintió Katheryn, sin querer preocupar a nadie con las extrañas sensaciones que la invadían.
La verdad era mucho más inquietante. Algo dentro de ella se agitaba, como un secreto que luchaba por salir a la superficie. A veces, escuchaba susurros fantasmales que nadie más oía, ecos lejanos de una vida que no recordaba, palabras en un idioma olvidado que la estremecían hasta la médula. Y en otras ocasiones, un calor extraño recorría su cuerpo, no un calor abrasador, sino una energía vibrante que la desestabilizaba, como si intentara despertar algo dormido durante siglos.
"Aerlyss... Te están buscando. No por lo que eres, sino por lo que puedes despertar."
Esas palabras regresaban una y otra vez en sus sueños, persistentes, urgentes, como un llamado ancestral imposible de ignorar. Un llamado que la arrastraba hacia un destino desconocido.
Esa noche, el sueño se le negó. Caminaba de un lado a otro por su habitación, la bata de seda enredándose en sus pasos, las manos húmedas por la ansiedad, la mente convertida en un torbellino de preguntas sin respuesta. Finalmente, la desesperación la impulsó a tomar una decisión: abrió la puerta y bajó descalza por el pasillo silencioso, iluminado solo por la tenue luz de las velas, hasta las estancias del rey.