La Heredera del Fuego

001. El encuentro en Tenebris

El Bosque de Tenebris se extendía como una cicatriz oscura en las afueras del Reino del Sol, un lugar envuelto en leyendas y misterios. Algunos lo llamaban un páramo maldito, un lugar donde la luz del sol se negaba a penetrar y los espíritus errantes vagaban sin descanso. Pero, lejos de ser un erial sombrío, Tenebris era un paraje de una belleza irreal, una sinfonía de vida y muerte entrelazadas en un abrazo eterno.

Los árboles, tan antiguos como el tiempo mismo, se alzaban como columnas vivientes, sus troncos cubiertos de musgo dorado que brillaban tenuemente en la penumbra perpetua. Las flores, de colores imposibles y formas extrañas, crecían con un fulgor suave, iluminando el suelo como gemas esparcidas. El aire parecía respirar junto a las hojas, cargado de aromas terrosos y dulces, como un perfume embriagador que te atrapaba en su red.

Era un lugar donde el viento susurraba secretos ancestrales, donde las raíces de los árboles se entrelazaban bajo la tierra, creando una red de energía palpitante. El suelo, cubierto de raíces luminosas, latía débilmente bajo los pies, como si el bosque tuviera un corazón propio.

El Bosque de Tenebris tenía vida propia, una magia tan antigua y poderosa que nadie podía comprender por completo. Algunos lo temían, evitando sus senderos sinuosos y sus claros oscuros. Otros lo veneraban, ofreciendo sacrificios a los espíritus del bosque y buscando la sabiduría en susurros del viento. Pero todos sabían que el Bosque de Tenebris escuchaba, observaba y recordaba.

Leo D'Argent no temía a nada... salvo a fallarse a sí mismo, a no estar a la altura de las expectativas que se había impuesto.

Vivía en la ciudad, cerca y lejos del palacio al mismo tiempo, en una casa modesta que su difunto padre había construido con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, sueño a sueño. Era un hogar cálido y acogedor, lleno de recuerdos y amor, pero también marcado por la ausencia y la pérdida.

Con él vivían su madre, Elara, una mujer fuerte y resiliente, de mirada severa pero corazón tierno, y sus hermanos gemelos, Dylan y Elian, dos muchachos de dieciséis años llenos de energía y travesuras a quienes Leo adoraba más que a su propia vida. Era su responsabilidad, su faro en la tormenta.

Leo era conocido en todo el Reino del Sol.

Alto, de hombros anchos y cuerpo esculpido por años de entrenamiento implacable, tenía un aura varonil que no pasaba desapercibida. Su rostro, marcado por cicatrices sutiles y una mandíbula firme, reflejaba una determinación inquebrantable.

Las muchachas lo seguían con miradas curiosas y risas disimuladas, atraídas por su presencia imponente y su misterioso encanto. Los hombres lo observaban con respeto o con envidia, reconociendo su fuerza y su habilidad en el combate. Su porte desprendía una fuerza tranquila, una belleza ruda que parecía hecha para las batallas y los secretos.

Pero él rara vez se daba cuenta de la impresión que causaba. Para Leo, solo existía el deber, la espada y el Bosque de Tenebris.

El bosque era su refugio, su santuario personal.

Iba allí para entrenar, para descargar la rabia y la frustración que acumulaba en su trabajo como herrero, para dominar los poderes elementales que apenas comprendía y que mantenía en secreto. Era un vínculo con su pasado.

El hierro lo reconocía como a uno de los suyos.

Las espadas, las dagas, las herraduras... todo metal respondía a su toque como si reconociera su sangre, como si la tierra misma le ofreciera su poder. Podía moldear el hierro con su mente, sentir sus vibraciones y comunicarse con su esencia. Era un don peligroso y una carga pesada.

Aquella noche, tras horas de entrenamiento extenuante, el sol ya se había hundido tras las montañas, tiñendo el cielo de tonos púrpura y naranja. Leo se dejó caer sobre una roca cubierta de musgo y sacó su celular, cubierto de un poco de polvo y arañazos.

Marcó un número grabado en su memoria.

Tras varios timbrazos, una voz femenina respondió al otro lado de la línea.

—¿Hola?

—Hola, mamá —dijo, sonriendo cansado. Su voz sonaba ronca y suave.

—Leo, ¿cuándo vas a volver? —preguntó ella, con ese tono entre enojo y ternura que solo una madre podía lograr. Elara siempre se preocupaba por él, aunque intentara ocultarlo bajo una fachada de dureza.

—Pronto. Un par de días más y tu hijo será un experto guerrero invencible.

—Créeme, hijo, que ninguna espada te salvará de los golpes que voy a darte por terco. —Se rio entre dientes.

Leo soltó una risa.

—Mamá, no te preocupes. Estoy bien. Y piénsalo con más calma, ¿sí? Ya es tarde, deberías descansar.

—Me iré a la cama, pero quiero que sepas que no dormiré tranquila sabiendo que estás solo en ese bosque. Tenebris no es un lugar seguro.

—Puedo vivir con eso, madre —respondió, sonriendo—. Chao.

—Dios te guarde, Leo...

La llamada terminó con un silencio que se fundió con el viento nocturno. Leo miró la pantalla unos segundos antes de guardarla en su bolsillo. La luna llena bañaba las hojas en un brillo plateado que parecía respirar junto a él, creando sombras inquietantes que danzaban a su alrededor.

Esa noche, el silencio era distinto, más denso y opresivo.

Sentado junto a una fogata crepitante, afilaba con calma una hoja nueva, sintiendo el metal vibrar bajo sus dedos. La cicatriz que cruzaba su ceja izquierda brillaba débilmente con el resplandor de las brasas, recordando una batalla olvidada.

Sus ojos, grises como la niebla matutina, se levantaron de repente, alerta ante un cambio sutil en el entorno.

El viento cambió de dirección, trayendo consigo un olor extraño, como a ozono y metal quemado.

Un susurro recorrió las hojas, un murmullo inquietante que parecía advertirle de un peligro inminente.

Los pájaros, normalmente ruidosos en la noche, escaparon en bandadas silenciosas, huyendo de algo invisible.

El aire, denso y pesado, olía a hierro caliente y a magia descontrolada.



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En el texto hay: princesa, fuego, boyslove

Editado: 01.12.2025

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