La Heredera del Fuego

002. Dulce despertar

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Una ráfaga de aire frío recorrió la cabaña.
El fuego en la chimenea chisporroteaba, dibujando sombras temblorosas sobre las paredes de madera.
Desde una rendija del techo, un hilo de luz dorada caía sobre el rostro de la joven que dormía entre pieles.

Sus pestañas se agitaron. Parpadeó una vez, luego otra.
El techo tosco y ennegrecido por el humo la desconcertó.
No había cortinas bordadas, ni perfume de flores, ni nada que reconociera. Solo madera, hollín y tierra.

Se incorporó con dificultad, los músculos tensos como si llevara años dormida. El aire olía a hierro y ceniza.
—¿Dónde… estoy? —susurró, con la voz ronca.

Se llevó la mano al pecho, luego al cuello, luego a los brazos. Todo estaba en su lugar… pero no recordaba nada. Ni un nombre. Ni un rostro. Ni una palabra que la anclara a algo conocido. El vacío la golpeó como un muro.

Sabía una sola cosa: era mujer. Una mujer que no pertenecía a ese sitio.

Al bajar la vista, vio una manta áspera que resbalaba por su hombro, revelando una camisa masculina, rústica, demasiado grande. Olía a humo y metal. Debajo, su piel estaba desnuda.

El pánico le subió de golpe a la garganta.
Se apartó la manta de un tirón, como si quemara, e intentó ponerse de pie.

Pero sus piernas flaquearon. El suelo frío la recibió de rodillas.
Su respiración se volvió agitada. Las manos le temblaban. Quiso gritar, pero la voz no le salía. Quiso correr, pero el cuerpo no respondía.

Apoyó la frente contra el suelo por un instante, luchando contra el mareo. La sensación de vulnerabilidad la invadía por completo.
¿Quién me trajo aquí? ¿Qué me hicieron?

Alzó la mirada hacia la puerta cerrada, el único escape visible. El miedo la mantenía en vilo, el corazón martillando en su pecho.

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Fuera, Leo caminaba entre los árboles, una lanza improvisada al hombro.
El aire olía a pino húmedo y hierro, pero su cabeza solo olía a preguntas.

—¿Y si no despierta? —murmuró, clavando la punta de la lanza contra el suelo.

Veinte días. Veinte malditos días cuidando a una desconocida que había caído del cielo envuelta en llamas, como un presagio que nadie en su sano juicio querría tener cerca. Veinte noches viéndola temblar entre sueños, murmurando palabras que no entendía, como si conversara con fantasmas.

Se pasó una mano por la cara, cansado. Apenas dormía. Apenas comía. No podía alejarse demasiado de la cabaña, y cuando lo hacía, el miedo le mordía las tripas: ¿y si despierta y huye? ¿y si alguien la encuentra antes que yo? ¿y si nunca abre los ojos?

—Parece frágil… pero peligrosa. Como un puñal envuelto en seda. —Su voz se quebró en el aire.

Recordó la primera noche: el calor insoportable de su piel, las llamas que casi devoraban la cama, la fiebre que parecía querer consumirla viva. Y él, desesperado, mojando trapos en agua helada para que no ardiera.
Recordó cómo la ropa se había deshecho, incinerada, y cómo no tuvo opción más que cubrirla con una camisa suya. Lo hizo rápido, casi sin mirar, con el rostro encendido de vergüenza.

—Y ahora, cuando despierte, va a pensar que soy un degenerado… —se rió sin ganas, golpeando con el pie una rama caída—. Perfecto, Leo. Excelente.

Pero detrás de la ironía estaba la verdad: no podía dejarla sola. Había tenido la tentación, más de una vez, de llevarla a la ciudad, al hospital, a la guardia real… pero cada vez que pensaba en eso, imaginaba otra cosa: hombres con lanzas, cuchillos, miedo en los ojos, atacándola por lo que era, sin darle siquiera la oportunidad de hablar.
Y algo dentro de él, algo que no sabía explicar, se negaba a permitirlo.

La miraba y no la conocía. No sabía su nombre, ni de dónde venía, ni por qué había caído del cielo como un cometa humano.
Pero aún así, le importaba.

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En la cabaña, ella seguía en el suelo cuando la puerta se abrió de golpe.

—¡Hey! ¡No te levantes! —la voz grave la hizo estremecerse.

Ella giró el rostro y lo vio por primera vez.

Él estaba allí, con una bolsa al hombro y una trucha sangrante en la mano. El torso húmedo por el rocío, el cabello claro atado de forma descuidada, la barba de días, la piel bronceada. Tenía la fuerza de alguien acostumbrado al trabajo duro. Hermoso, sí, pero de un modo salvaje, peligroso… como un lobo que no sabías si huiría o mordería.
Y aun así, sus ojos grises tenían algo distinto: una tormenta que todavía no despertaba.

Ella lo miró con el pecho agitado y se cubrió instintivamente con los brazos.

—¿Quién eres? —preguntó con voz quebrada, pero firme—. ¿Dónde estoy? ¿Y por qué demonios estoy… usando esto?

Leo se quedó a medio camino. Dejó la bolsa en el suelo despacio y levantó las manos, como si hablara con un animal acorralado.

—¡Espera! Puedo explicarlo. No es lo que piensas.

Ella retrocedió, arrastrándose, apretando la manta contra el cuerpo.

—¡Me vestiste! ¡¿Tú… me desnudaste?!

Leo abrió la boca, cerró los ojos un segundo y exhaló.



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En el texto hay: princesa, fuego, boyslove

Editado: 07.10.2025

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