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El bosque tenía esa manera extraña de guardar silencio cuando algo importante estaba a punto de ocurrir. Como si los árboles contuvieran el aliento, como si el viento se apartara para abrir paso a un secreto.
Era el segundo día desde que ella había despertado.
Se movía por la cabaña descalza, envuelta en una manta como si fuera un vestido real. Aunque no sabía su nombre, se conducía con el porte de alguien acostumbrada a ser obedecida. Sus ojos miel recorrían cada rincón, a ratos curiosos, a ratos desconfiados.
Un pensamiento la atravesó como una espina: ¿y si realmente la tenía allí contra su voluntad? ¿y si todo lo que contaba sobre el fuego y los veinte días era una mentira bien tejida?
—Quiero salir —dijo al fin, con un tono firme, casi autoritario.
Leo, sentado en un banco, sostenía una rodaja y una daga sin terminar de afilar. Levantó la mirada con una mezcla de paciencia y molestia.
—No estás lista para andar por ahí sola. Ayer apenas podías caminar sin parecer un cervatillo recién nacido... y ni siquiera tienes ropa.
Ella arqueó una ceja y lo miró como si acabara de insultar a una reina. No dijo nada, pero sus labios dibujaron una mueca que gritaba: Pervertido.
Leo apretó la mandíbula y suspiró resignado.
—Ya llamé a mi madre. Traerá ropa, comida y... cosas de mujer. También vendrá con mis hermanos. Este bosque no es seguro para alguien que no sabe ni su nombre.
Ella entrecerró los ojos, evaluando cada palabra, como si buscara la trampa escondida en su amabilidad.
—No quiero ver a tu madre. Eso suena a compromiso demasiado grande para una desconocida.
Leo se inclinó hacia atrás, chasqueando la lengua.
—También lo es para mí, por si te interesa.
Ella bajó la mirada un instante, como si pensara demasiado, y luego dejó escapar una sonrisita casi traviesa.
—Ayer tenía hambre. Hoy tengo curiosidad.
Leo resopló, incrédulo.
—No vas a dejarlo pasar, ¿verdad?
Ella se encogió de hombros, con un brillo juguetón en los ojos.
—¿Vas a seguirme como un perro o vas a confiar en mí por una vez?
Él tomó su capa y la echó sobre los hombros con brusquedad.
—No te me pierdas. Si gritas, yo voy.
—¿Y si no grito?
Leo la miró con seriedad, aunque la comisura de sus labios temblaba con una sonrisa contenida.
—Entonces corre, porque seguro hiciste algo estúpido.
Y dicho eso, abrió la puerta de la cabaña y la dejó pasar primero. Ella salió al claro como si hubiera estado esperando ese instante toda su vida, dejando que el aire fresco le acariciara el rostro y que el sol se filtrara sobre su piel.
El bosque amanecía hermoso aquella mañana.
La luz se filtraba en haces dorados entre las hojas, iluminando motas de polvo como si fueran luciérnagas perezosas.
Desde su banco improvisado junto al tronco, Leo no apartaba los ojos de ella.
La chica de fuego caminaba descalza sobre el pasto húmedo, envuelta todavía en la manta, aunque se la había acomodado como si fuera un vestido. Tocaba flores, rozaba helechos, respiraba profundo como si cada bocanada fuera un regalo que llevaba siglos esperando.
Leo entrecerró los ojos y suspiró. Tenía que admitirlo: había algo hipnótico en verla moverse, tan ajena al mundo y, al mismo tiempo, tan dueña de él. Pero no la dejaba ir más allá del claro. Desde allí podía vigilarla. No era desconfianza, era prudencia.
El sonido de ruedas acercándose detrás lo sacó de sus pensamientos. Giró y vio el carro de su madre abrirse paso entre los árboles. Dorian manejaba el carro cuidadosamente mientras Elian sacaba la mitad de su cuerpo por la ventana saludando animadamente desde los asientos traseros.
—¡Mamá! —sonrió, dejando la lanza contra el tronco. Se levantó y corrió a recibirla, abrazándola con fuerza.
Pero la mujer no devolvió la sonrisa. Sus ojos, oscuros y atentos, lo recorrieron de pies a cabeza.
—Has estado demasiado tiempo aquí —dijo con un tono más preocupado que reprochador—. Dijiste que entrenarías un par de días mas, no veinte.
Leo bajó la mirada, incómodo.
Detrás, los gemelos lo saludaron con un gesto breve. Apenas un "hermano" entre dientes antes de pasar directo a la cabaña, cargando las provisiones. No hicieron bulla, no pidieron explicaciones: sabían que cuando la madre estaba seria, era mejor no tentar la suerte.
Ella se quedó frente a Leo, inmóvil, con ese aire suyo que parecía escuchar más al bosque que a las personas. El viento agitaba sus cabellos grises, y por un instante, se notaba que estaba cansada de preocuparse.
—Me han dicho tus hermanos que cuidas a una joven —dijo al fin.
Leo apretó la mandíbula.
—No es lo que piensas.
—¿Y qué pienso yo? —su voz era suave, pero cargada de filo.
—Que esto es un secuestro —dijo él, casi en un susurro.
La madre no respondió enseguida. Cerró los ojos, respiró profundo. El bosque, al menos, no le devolvía señales de peligro. Y aún así... era su hijo. Y su hijo no solía perder la razón por nadie.