La noche no era completamente oscura. El fuego chispeaba en la chimenea de la cabaña, y en la cama improvisada de madera y mantas suaves, Katheryn dormía. Pero su cuerpo temblaba levemente, sus dedos estaban cerrados en puños contra el pecho. Soñaba. Otra vez.
Esta vez, no eran llamas. No era su madre.
Era él.
Su padre.
Lo veía a través de un resplandor dorado, como si su espíritu flotara frente a una visión encendida por el fuego mismo. Estaba en una sala vacía. El gran salón del trono, pero más sombrío, más roto. El Rey no llevaba corona. Su túnica estaba abierta, el cabello despeinado, los ojos hundidos de tristeza.
Estaba solo. De pie frente al fuego. Hablándole.
-¿Dónde estás? -decía-. ¿Por qué me haces esto?
En su voz no había rabia. Había una súplica que le desgarró el alma.
-Devuélveme lo que una vez me diste... por favor. Si todavía puedes sentir algo... déjamela. Solo a ella.
Katheryn intentó avanzar hacia él, hablar, gritar. Pero era solo una sombra. El Rey cayó de rodillas. Se abrazó a sí mismo, y por un instante, pareció tan humano como cualquier otro padre que ha perdido a su hija.
-No puedo perderla a ella también...
Katheryn despertó con un nudo en la garganta. Las lágrimas se deslizaban silenciosas. No dijo nada por varios segundos. El silencio era tan denso que dolía.
Hasta que, con la voz rota, apenas un susurro, murmuró:
-Mi padre cree que mi madre me secuestró.
Leo estaba despierto. Sentado en el suelo, apoyado contra la pared, como si la hubiera estado velando toda la noche. No dijo nada. Solo se levantó en silencio, cruzó la cabaña y le tocó el hombro con cuidado. Ella se giró hacia él y él la abrazó. Su abrazo era fuerte pero suave. No buscaba palabras, porque no las necesitaba.
En su pecho, el collar dorado parpadeó.
Una pulsación tenue, cálida... como si reconociera la verdad de ese momento. Katheryn se apartó apenas para mirarlo, sorprendida. El resplandor se desvaneció. Luego volvió a pulsar.
-¿Lo viste? -preguntó.
Leo asintió.
-¿Qué significa?
-No lo sé... pero creo que responde a lo que siento. O a lo que siento cerca.
Él volvió a mirarla. Le rozó la mejilla con sus dedos ásperos, de tanto cortar leña y construir cosas improvisadas.
-Entonces no debe funcionar conmigo. Porque soy un misterio indescifrable.
Ella soltó una risa ahogada. Pero no dijo nada más. Solo se quedó allí, junto al fuego, con él. Por un rato, no hubo pasado ni futuro. Solo ese momento.
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Al día siguiente, la tranquilidad matinal fue interrumpida por voces y pasos acelerados entre las ramas.
-¡Yo dije que trajéramos chocolate! ¡Las despedidas sin azúcar son trágicas! -protestaba Elian.
-Yo dije que trajéramos flores. Pero no, tú trajiste cebollas. ¿¡Qué se supone que va a hacer con una cebolla!?
-¡Es simbólico! El amor pica. Y hace llorar.
Leo, al verlos, arqueó una ceja.
-¿Qué están haciendo?
Dorian levantó una cesta con pan, fruta, y una carta doblada con un moño.
-Una despedida digna de realeza, idiota. ¡Porque nuestra princesa se va!
La madre de Leo venía detrás, con la misma mirada serena de siempre, pero algo en sus ojos la delataba. Estaba más firme. Más decidida. Sabía que ese día no era una simple visita.
Aerlyss, al verlos, salió de la cabaña con el cabello suelto y los pies descalzos. Iba a hablar, pero Dorian se le adelantó.
-Alteza. Quiero hacer una petición real.
-¿Sí?
-Decrete la abolición del álgebra.
-Y del ejercicio físico en las mañanas -añadió Elian-. Por decreto de la princesa.
-Y que las empanadas sean patrimonio de la humanidad -terminó Dorian, muy serio.
Leo negó con la cabeza desde atrás.
-¿Ven por qué no los dejo solos con nadie?
Aerlyss soltó una risa suave, pero pronto su expresión cambió.
-No voy a irme.
Todos se quedaron en silencio.
-¿Qué?
-No por ahora -aclaró-. Quiero quedarme unos días más. Aquí puedo practicar... entender mejor mi fuego. Aquí estoy protegida. Y... sé que ustedes también lo están.
La madre de Leo suspiró. Miró a su hijo, luego a Aerlyss.
-Está bien. Puedes quedarte unos días más. Pero tú -dijo, señalando a Leo- no. Te vas conmigo.
Leo la miró, confundido.
-¿Qué?
-Ya es suficiente. Esto no es un juego. Ella es una mujer con fuego en las venas. No necesita a un guardián torpe con una daga oxidada. Ella puede cuidarse.