El bosque estaba en calma. Una calma que no era paz. Era expectativa. Como si cada rama contuviera el aliento, como si la tierra temblara bajo una amenaza aún lejana. Ahora que se ha quedado sola, Aerlyss comienza a sentir que el bosque le habla de otro modo. Oye cosas que antes no oía: voces en los árboles, murmullos entre las ramas.
Katheryn, ahora consciente de sí, caminaba descalza por la hierba húmeda. El rocío no la enfriaba, al contrario, parecía seguirla con tibieza. Sus dedos se movían sin pensar, dibujando círculos de fuego en el aire, como mariposas de luz danzando entre los árboles.
Ya no tenía miedo. Bueno, no tanto. Porque aún dolía. Dormir sin Leo. Despertar sin su torpeza matutina. Sin ese murmullo medio dormido que decía: "¿por qué hueles a bosque y pan tostado al mismo tiempo...?" Ahora la única voz era la del fuego.
Y del collar.
El pequeño cristal dorado -el que su padre le había regalado cuando era niña, el mismo collar que su madre le quitó antes de esconderla en ese bosque encantado- pulsaba cada vez más fuerte al caer la tarde.
Ese día no era distinto. Pero lo sentía distinto.
La brisa traía un olor a ceniza antigua. Y el collar...
¡Tic! Una pulsación.
¡Tic! Otra.
Luego ardor. No doloroso. Pero firme. Como un aviso. Como un grito contenido.
Aerlyss miró a su alrededor. El bosque seguía igual. Pero ella lo sentía distinto. No era miedo. Era como si algo -alguien- se acercara, y el bosque se tensara para protegerla.
Y el collar lo sabía.
-¿Qué es? -susurró, tocando la piedra con los dedos-. ¿Qué sientes que yo no?
Entonces escuchó el crujido. Lejano. Lento. Como pasos pesados... pero no humanos. No vio nada. Pero supo. No estaba sola.
Caminó hasta adentrarse en el bosque, siguiendo un susurro, encontró un círculo de piedras antiguas cubiertas de musgo en el corazón del bosque. Allí tuvo una visión espontánea: vio a su madre cuando era joven, caminando en ese mismo bosque... pero su aura era distinta. Oscura. Sintió un escalofrío y su collar dorado parpadeó violentamente.
Y entonces oyó una voz femenina -podía ser el bosque, podía ser un recuerdo-:
"No todo lo que fue cálido... sigue siéndolo."
El viento giró a su alrededor. El fuego dentro de ella vibró como una cuerda tensa. Aerlyss salió del círculo temblando. El bosque le hablaba. Le advertía. ¿De su madre? ¿De ella misma?
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A varios kilómetros, Leo intentaba vivir sin ella. Trabajaba mal, dormía peor. En el taller, cortó mal tres espadas. Estaba sentado en el taller, rodeado de clavos, madera y la sierra eléctrica que no se atrevía a usar porque seguro se cortaría un dedo de tanto pensar en ella. En casa, tropezaba con obstáculos invisibles.
Justo ahora mordía una empanada con amargura.
-¿Sabían que el pan no tiene sabor desde que ella no está? -dijo Leo con la boca llena.
-El pan no ha cambiado, hermano -dijo Dorian, apoyado contra la pared-. El que cambió eres tú. Ahora estás... romántico.
-¡Sí! ¡Está en modo 'poeta triste con hacha'! -dijo Elian entrando con un ramo de flores robadas de quién sabe dónde-. Mírate en el espejo. ¡Ya no eres Leo el del bosque, ahora eres Leo el enamorado!
-Cállense -gruñó Leo.
-¿Y qué harás si otro chico llega al bosque con empanadas y se la roba? -bromeó Elian durante la comida.
Leo apretó los puños. Respiró hondo.
-¿La extrañas? -preguntó la madre, entrando con las manos en la cintura.
Leo se giró, serio.
-¿Puedo decir que no sin que me saques la verdad con un sartén?
Ella se cruzó de brazos.
-No.
Leo se levantó. Caminó hacia la ventana, mirando al cielo.
-No puedo dejar de pensar que está sola allá. Y que... algo le pasa. No sé. Es como si mi pecho ardiera por dentro a ratos. Como si la chispa que me dejó no me dejara apagarla.
Su madre lo miró con ternura. Luego suspiró.
-Entonces ve.
-¿Qué?
-Ve con ella. Si no puedes estar en paz aquí, ¿qué haces desgastándote? Esa chica... esa princesa... es fuego. Pero tú, hijo, eres raíz. Y hasta el fuego necesita tierra que lo contenga.
Leo se quedó en silencio.
-¿Y si ella ya no...?
-Entonces regresas. Con el corazón roto, pero entero. Prefiero verte así que medio vivo.
Los gemelos levantaron las manos como si celebraran una victoria deportiva.
-¡A empacar mochilas! ¡Misión rescate del amor imposible en curso!
-¿Vamos con él? -preguntó Elian, emocionado.
-¡No! -gritaron Leo y su madre al unísono.
Entonces todos rieron. Su madre le preparó una bolsa con ropa limpia, vendas, dulces caseros y su cantimplora favorita. Dorian le prestó su chaqueta "de la suerte" (que no tenía suerte, pero olía a casa). Y Elian le puso en el bolsillo una nota que decía: "No olvides traerla de vuelta... o al menos a ti mismo."