El sueño comenzó como un recuerdo.
Leo tenía solo diez años. Corría entre los árboles del viejo claro con una espada de madera en la mano, haciendo sonidos de batalla con la boca. Su padre, alto, fuerte, con la risa profunda, lo observaba con orgullo desde un tronco caído.
-¡Soy un guerrero, papá! ¡Mira cómo lucho contra los monstruos! -gritaba el pequeño Leo.
-Y yo soy el escudo que nunca dejará que te alcancen -respondió su padre con ternura.
Entonces, el silbido.
Una flecha.
Una sola.
Rápida. Precisa. Letal.
Leo la vio venir. Pero su padre fue más rápido. Lo empujó con fuerza, y en ese instante la flecha rozó la ceja del niño... y se clavó profundamente en el pecho de su padre.
El mundo se volvió lento.
Sangre. Un grito ahogado. Ojos vacíos.
-¡PAPÁ! -rugió el niño, cayendo de rodillas.
Y esa noche, bajo un cielo cruel y silencioso, Leo juró entre sollozos y tierra:
-Te vengaré. Te lo juro. Aunque me cueste el alma. Aunque me queme por dentro.
Se despertó jadeando.
El calabozo era frío. Las paredes de piedra húmeda rezumaban tiempo. Las antorchas parpadeaban tímidamente, como si temieran iluminar demasiado. El suelo era de tierra batida, y había cadenas oxidadas colgando de una de las esquinas. El olor era una mezcla de moho, hierro y desesperación.
Leo se incorporó, la respiración entrecortada. El pecho le dolía. No por los barrotes. Por el pasado.
Entonces... la sintió.
Una presencia.
-Por fin despiertas, pequeño traidor -dijo una voz femenina, suave como terciopelo y afilada como cuchilla.
Leo levantó la mirada. En la penumbra del pasillo, una figura esbelta caminaba con elegancia letal. Su vestido era negro como el abismo, su cabello largo, ondulado, y oscuro como la tinta. De sus dedos parecían emanar sombras, y cada paso dejaba un leve aroma a azufre en el aire.
Sus ojos eran fuego líquido.
Leo se puso de pie. Automáticamente dio un paso atrás.
-¿Quién eres?
-Soy la sombra que se arrastra por los cuentos que te contaron mal. -La mujer se detuvo frente a los barrotes, entrelazando los dedos-. Y tú, Leo D'Argent, deberías tener más cuidado con lo que amas.
-No te atrevas a tocarla -gruñó él-. No te atrevas.
-Ah, entonces sí la amas. Qué lindo. Qué... útil.
Leo apretó los dientes.
-¿Qué quieres?
-Quiero que desaparezcas. Que la olvides. Que dejes de enredarte en hilos que no te pertenecen.
Leo la observó. Había algo en ella... algo que le helaba la sangre. No solo era peligrosa. Era antigua. Como si su maldad tuviera raíces profundas.
-No voy a alejarme de Aerlyss.
Ella sonrió.
-Entonces será ella quien sufra.
La mujer atravesó los barrotes sin abrirlos. Las sombras la dejaron pasar como si fueran humo. Se paró frente a él.
-No tienes idea de lo que estás desafiando.
Extendió la mano. Sus dedos largos y perfectos lo tocaron en el antebrazo. Leo gritó. Un ardor le subió por la piel, quemándolo, como si su carne estuviera ardiendo por dentro.
Y entonces lo entendió.
Cuando Aerlyss lo tocaba, su fuego no dolía. Era cálido. Era hogar.
Esto... era destrucción.
La mujer se inclinó hasta quedar cerca de su rostro.
-Recuerda este dolor cada vez que pienses en ella. Porque si no haces lo correcto... ella lo sentirá también.
Se desvaneció.
Leo cayó de rodillas, el brazo temblando. El fuego de esa mujer no era magia. Era maldición.
---
👑 En el Palacio del Sol...
El gran salón se iluminó con la entrada de la princesa.
Katheryn entró con la ropa sucia, el cabello enredado y los ojos cansados, pero altivos. Su piel de terciopelo blanco se había curtido por el sol. Tenía una herida leve en la pierna y su vestido rasgado hablaba de caminos y no de fiestas. Pero caminaba como quien no ha olvidado quién es.
El Rey se levantó de inmediato. Alto, imponente. Cabello plateado recogido en una coleta noble. Su barba recortada, sus ojos oscuros y profundos. Había envejecido en estos tres meses. Las ojeras bajo sus ojos, los labios partidos. Pero al verla... fue como si la vida regresara a su cuerpo.
-Katheryn... -murmuró.
Ella dio un paso. Luego otro. Y corrió hacia él.
-¡Padre!
Él la abrazó. Fuerte. Como si no la fuera a soltar jamás.
-Estás viva... Estás aquí...
-Sí -susurró ella-. Estoy aquí.