En el palacio, Katheryn intentaba entrar a los calabozos. Una, dos, cinco veces.
-¡Soy la princesa!
-Tenemos órdenes, Alteza.
Se escabulló por pasillos, se disfrazó con capas, se escondió detrás de cortinas. Siempre la atrapaban.
Los guardias informaron al Rey. Este sonrió, divertido.
-Déjenla pasar. Pero que crea que fue por su insistencia.
Así, por fin, Katheryn llegó.
Leo estaba sentado en la celda, apoyado contra la pared. Ojeras, barba crecida, mirada alerta.
-Hola -dijo ella, entrando en silencio.
Leo se levantó de inmediato.
-¿Estás bien?
-Sí... ¿Y tú?
-He estado mejor.
Ella se acercó. Vio su brazo cubierto.
-¿Qué es eso?
-Nada. Solo un rasguño.
-Mientes. Enséñamelo.
Él dudó. Luego mostró la quemadura. Roja, viva.
-¿Quién te hizo esto?
-Una mujer. Apareció en la celda. Me amenazó. Dijo que si no me alejaba de ti... te haría daño.
-¿Qué mujer?
-No lo sé. Pero... huele a azufre. Y su fuego quema.
-¿Y?
-Cuando tú me tocas... no duele. Es calor. Es hogar.
Ella lo miró fijamente.
-No puede ser mi madre. Ella... no. Es imposible.
-¿Estás segura?
Katheryn no respondió. Solo lo abrazó. Fuerte. Como si no lo fuera a soltar jamás.
Y afuera... una sombra observaba. Otra vez.
Silenciosa. Esperando el momento oportuno.