La noche era densa en su mente. Un velo cálido, suave como la seda. Leo no sabía si flotaba o dormía. Solo sabía que estaba allí... y que ella también.
Aerlyss.
La vio acercarse, y todo el peso del mundo se desvaneció.
Estaba deslumbrante. Vestida como la última vez, con la tela vaporosa cayendo sobre su cuerpo como luz líquida. El vestido se movía como si flotara entre las estrellas. Su cabello castaño danzaba con una brisa irreal, y sus ojos miel brillaban con ternura, con fuerza, con fuego.
No hablaron. No hacía falta.
Sus cuerpos se reconocieron como viejos amantes reencontrados. Las manos se entrelazaron con necesidad, con devoción. Sus dedos recorrieron rostros, cicatrices, memorias. Sus labios se buscaron como sedientos de siglos. El beso fue lento al principio, pero pronto ardió como si quisieran fundirse en uno solo. Las caricias no eran deseo: eran alivio, hogar, pertenencia.
Leo sintió que todo en su alma volvía a su sitio.
Hasta que el sueño cambió.
La luz se volvió ceniza. El calor se tornó hielo. Aerlyss comenzó a alejarse, caminando hacia una negrura que lo devoraba todo.
Leo gritó, quiso correr hacia ella, pero no podía mover ni un dedo.
—¡Aerlyss! —rugió.
Ella se volvió. Sus ojos lloraban.
Y entonces cayó.
El abismo se la tragó.
—¡AERLYSS! —gritó Leo, despertando con violencia.
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🏥 El hospital estalló en alarmas.
Leo jadeaba, su pecho subía y bajaba con furia. Se arrancó el suero con un tirón. Estaba pálido, su cuerpo aún consumido por las heridas y por el coma. Pero su fuerza era descomunal.
—¿¡Dónde está ella!? ¡¿Dónde está Aerlyss!?
Su madre corrió hacia él.
—¡Leo, estás muy débil! ¡Por favor, detente!
Los gemelos entraron, alarmados.
—¡Leo! —gritó Elian, sujetándolo del brazo.
—¡Suéltame! ¡Ella está en peligro, lo sé! ¡Tengo que ir por ella!
El aura mágica de su madre se encendió. Le colocó las manos sobre el pecho. Energía curativa lo envolvió como una cuna ardiente. Varias enfermeras entraron para ayudar. Le aplicaron un sedante, pero Leo resistía. Hasta que sus ojos, llenos de lágrimas, comenzaron a cerrarse otra vez.
—Aerlyss... —susurró con voz rota.
Y se durmió.
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Horas más tarde, la luz tenue del atardecer se colaba por la ventana. Leo despertó en silencio. Su madre lo esperaba sentada junto a él.
—Dormiste más de un mes, hijo —murmuró, acariciándole la frente.
—¿Dónde... está Aerlyss?
Los gemelos entraron, uno con sopa, otro con pan.
—¡Perfecto! Justo despiertas cuando la sopa empieza a mutar —dijo Elian.
—¡No es mutante! Es sopa curativa ancestral —replicó Dorian.
Leo esbozó una sonrisa débil.
—Los extrañé, idiotas...
—Nosotros también, grandulón —dijo Elian, dándole un golpecito en el brazo.
Pero la madre no sonreía.
—Leo... Aerlyss no volvió. Desde ese día... no vino a verte ni una sola vez.
Leo parpadeó, confundido.
—¿Cómo que no vino? ¿Ni una vez?
—Ni una —dijo la madre, indignada—. Mandaron mensajeros, le informaron de tu estado... pero ella no vino. Se encerró en el palacio. Solo permitía visitas de su nana. Nadie más.
Leo bajó la mirada. El alma se le rompía pedazo a pedazo.
—Ella no me abandonó. No... no pudo.
—Quizás no lo hizo —dijo Dorian con suavidad.
—Quizás alguien se aseguró de que no pudiera venir —añadió Elian.
Pero Leo apenas los escuchaba. Su corazón ardía.
—Aerlyss... no me olvides.
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🔥 Muy lejos, en un reino donde la piedra negra ardía bajo cielos rojos...
Aerlyss estaba encadenada.
Sus muñecas sangraban por el roce de cadenas marcadas con runas. Alas plegadas. Pies descalzos. Su vestido sucio y roto. Marcas oscuras en la piel. Pero sus ojos... sus ojos estaban vivos. Porque en lo más profundo, lo sintió.
Leo había despertado.
Y sonrió, aunque fuera con labios heridos.
—Estás vivo...
El lugar era una prisión de fuego encantado. Nadie venía... salvo una.
Kassandra.
Su tía. La impostora. La mujer que se disfrazó de dulce nana.
Venía todos los días. Le robaba energía con conjuros oscuros. Drenaba su fuego, su alma, y se iba.
Ese día, por primera vez, escuchó un quejido en la celda de al lado.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Se arrastró hasta un hueco diminuto en la pared.
—¿Quién está ahí?
Una voz cansada respondió.
—¿Quién... eres?
—Me llamo Aerlyss.
Hubo un jadeo. Luego un sollozo.
—No... No puede ser. Mi niña...
—¿Quién... eres tú?
La figura se movió apenas. Una mujer, herida, destrozada, pero viva.
—Soy tu madre.
El mundo se detuvo.
—No... ¿Qué...?
—Te protegí, hija. Cuando todo se volvió peligroso. Te envié sueños. Activé tu fuego. Quité el collar que el rey te dio, porque Kassandra podía rastrearte con él.
—¡El collar! Lo encontré... cuando recuperé la memoria.
—Kassandra me atrapó. Me encerró aquí. Y ahora te tiene a ti. Ella siempre me envidió. Siempre quiso lo mío. Y ahora te quiere a ti. Tu fuego. Tu vida.
Aerlyss lloraba.
—Te soñé... tantas veces. Pero nunca imaginé que estabas viva.
—Lo estoy. Gracias a ti. Y juntas, vamos a salir de aquí.
Aerlyss asintió, con furia en los ojos.
—No dejaré que esa bruja me arrebate nada más.
—Eres mi hija. Eres fuego.
—Y el fuego... nunca se arrodilla.
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🏛 En el palacio...
Leo, más firme, entró por las puertas del salón real. Su cuerpo aún dolía, pero su alma ardía como nunca antes.
—Quiero ver a Aerlyss —exigió al guardia.
El hombre bajó la cabeza.
—La princesa desapareció, mi señor... hace varios días. Nadie sabe a dónde fue. El rey no quiere hablar del tema.
Leo sintió cómo su corazón se apretaba. Como aquella vez, cuando la perdió en el bosque. Todo se repetía. El silencio. El engaño. La ausencia.