El aire en Santa Esperanza no se respiraba, se masticaba. Era un vaho denso, un suspiro de tierra húmeda y flores a punto de marchitarse que se pegaba a la piel. El sol de junio caía a plomo sobre las calles empedradas, arrancándoles un brillo febril.
A lo lejos, las campanas de la iglesia colonial repicaron las cinco. El mismo sonido, el mismo calor sofocante de su niñez. Todo parecía idéntico, y por eso mismo, todo se sentía profanado por su ausencia.
El taxi traqueteó una última vez antes de detenerse frente a la casona de los Morales. Yumi Valentina sintió cómo el corazón se le encogía en el pecho, un puño apretado que le robaba el aliento. La fachada, de un blanco persistente, mostraba las primeras arrugas de la edad en finas grietas que trepaban por las cornisas como hiedra fantasma. Bajó del vehículo, arrastrando una maleta roja que parecía sangrar contra el gris del pavimento.
Se ajustó el sombrero de ala ancha, un escudo inútil contra el peso de los recuerdos. Bajo él, su piel clara parecía casi translúcida, y sus ojos —una encrucijada entre dos mundos, un oriente lejano y este occidente polvoriento— recorrieron la casa que la había visto crecer y huir.
—Mamá Carmen... —susurró al viento, un secreto para nadie—. Ya estoy aquí.
Su voz se quebró. Doña Carmen, la mujer que le dio un apellido y un hogar, había partido hacía un mes.
Un océano y un contrato de restauración en Seúl le habían impedido llegar a tiempo para el entierro.
Ahora solo le quedaba el eco de su risa en los pasillos y una carta, guardada en el bolsillo de su vestido azul, con el testamento de sus silencios.
“Hay raíces que no se pueden arrancar, mi niña, por más lejos que corras. Vuelve a Santa Esperanza, aquí te espera tu historia. Y con ella, una verdad que he guardado por demasiado tiempo. Perdóname.”
La llave giró en la cerradura con un chirrido oxidado. Al entrar, el aire cambió. Un aroma a café recién colado, a madera vieja y a lavanda seca la envolvió como el abrazo que ya no podría recibir. En el salón principal, el tiempo colgaba de las paredes en forma de fotografías. La abuela Amalia con su sonrisa sabia; la feria del pueblo de 1998; y entre ellas, una que siempre evitaba mirar: un muchacho de ojos oscuros, sonrisa torcida y una promesa rota en la mirada.
—Elías... —El nombre se escapó de sus labios, un fantasma que aún tenía el poder de helarle la sangre.
Justo en ese instante, un golpe seco resonó en el patio trasero. Un toc sordo, familiar. El sonido de un mango maduro al caer. No era el viento. Alguien estaba allí.
Con el corazón martilleándole en la garganta, cruzó el umbral hacia el patio. Y lo vio.
Parado bajo la sombra del inmenso árbol de mango, estaba él. Más alto, los hombros más anchos, la piel curtida por un sol que ella había evitado. El rostro era el de un hombre, pero la mirada… la misma mirada intensa que la había desnudado bajo la lluvia tantos años atrás, ahora la juzgaba con una frialdad afilada.
—Yumi. —Su voz, más grave, más áspera, cortó el aire—. Así que volviste.
—Sí. —Fue lo único que pudo articular.
—No pensé que tuvieras el valor —dijo él, sin moverse un centímetro. No era una pregunta, era una sentencia.
El tono, tan desprovisto de calidez, fue como una bofetada. Elías Rojas, el joven que le había enseñado el sabor de los besos robados, ahora era un extraño tallado en la piedra del resentimiento.
—¿Es esa tu manera de darme la bienvenida, Elías?
Él esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Los muertos mandan y los vivos obedecen, ¿no? Supongo que por eso estás aquí. No por mí.
Ella respiró hondo, tratando de anclar sus pies al suelo que parecía mecerse.
—Yo tampoco esperaba encontrarme con un guardián tan amargado en la puerta.
El silencio que cayó entre ellos fue denso, pesado, lleno de palabras no dichas que zumbaban como insectos furiosos. Fue entonces cuando algo captó su atención. Entre las hojas de un rosal descuidado, una mariposa de un amarillo brillante batía sus alas.
Se posó un instante en el alféizar de la ventana, un punto de luz vibrante en la penumbra del patio.
Y el recuerdo la golpeó, nítido y doloroso. La voz de la abuela Amalia, sentada en ese mismo patio.
“Las mariposas amarillas son mensajeras, Yumita. Aparecen cuando una verdad, enterrada por mucho tiempo, está buscando la manera de salir a la luz.”
La mariposa emprendió el vuelo, perdiéndose en el azul del cielo. Pero Yumi se quedó inmóvil, comprendiendo de pronto que la verdad no solo la estaba esperando.
La estaba cazando.