La madrugada en Santa Esperanza era un silencio espeso, teñido de un azul profundo que antecede a la luz. El único sonido era el goteo del rocío desde las hojas del cafetal, un llanto quedo y constante. Desde la ventana de su antigua habitación, Yumi Valentina inhaló el aire fresco, un perfume a tierra mojada, a flor de café y a los secretos que esta se tragaba al amanecer. Era el mismo paisaje que había abandonado a los dieciséis, pero ahora lo miraba con ojos de extraña, como si la tierra la reconociera, pero ella ya no se reconociera en la tierra.
Se recogió el cabello en una trenza suelta que resbaló sobre su hombro como una pincelada de tinta negra. La bata de lino blanco, herencia de su madre, se sentía ajena sobre su piel mientras caminaba descalza por el corredor de madera pulida. Los pies memorizaban cada crujido, cada imperfección del suelo. Sus ojos, de una forma almendrada que delataba su herencia mixta, se detuvieron en una grieta en la pared. De niña, había pasado horas trazando su contorno con el dedo, convencida de que era el perfil de una mariposa dormida. Ahora solo veía una fractura, una herida en la estructura de su hogar.
En la cocina, el corazón de la casa, encontró una caja de cedro reposando sobre el gastado sillón de mimbre de Doña Carmen. Era su lugar. El nombre de su madre, caligrafiado con una elegancia temblorosa, adornaba la tapa. La abrió con la reverencia de quien profana un altar. Dentro, un torbellino de su vida pasada: cartas atadas con una cinta de seda, un rosario de perlas frías al tacto, una foto en blanco y negro de unos padres que nunca conoció… y, al fondo, un sobre lacrado con cera roja. En él, una sola frase:
“Para mi Yumi, el día que sus raíces la reclamen.”
Sintió un escalofrío que no era por el frío del alba, sino por la vertiginosa sensación de estar al borde de un precipicio. El pasado no solo hablaba; gritaba.
—Todavía no —susurró, devolviendo el sobre a su nido de recuerdos y cerrando la caja con cuidado.
Necesitaba aire. Salió al patio, donde la primera luz del sol empezaba a incendiar las cumbres de las montañas. El cafetal se desperezaba, un mar de un verde esmeralda que ondulaba con la brisa. Y entonces lo escuchó: el chasquido rítmico y certero de unas tijeras de podar.
Su silueta se recortaba contra el lienzo dorado del amanecer. Elías Rojas. Estaba allí, entre los surcos, moviéndose con una familiaridad que era casi una extensión del propio terreno. La camisa blanca, arremangada hasta los codos, revelaba unos brazos fuertes, marcados por el trabajo y el sol. Su piel canela brillaba con una fina capa de sudor, y el cabello oscuro le caía sobre la frente con una rebeldía que Yumi recordaba muy bien. Pero fue su concentración lo que la detuvo: la forma en que sus manos, grandes y firmes, cortaban cada rama superflua con una precisión que rozaba la violencia. Era un hombre en guerra con todo lo que pudiera dañar su cosecha.
—¿La tierra no descansa nunca? —preguntó ella, su voz rompiendo la paz del campo.
Elías no se giró de inmediato. El sonido de las tijeras cesó, y el silencio que dejó fue más pesado que antes.
—La tierra no espera —respondió al fin, su voz grave, cortante—. Pide sangre y sudor, no recuerdos.
El reproche era una daga. Ella se detuvo a unos metros. El viento le enredó la trenza en el rostro.
—No vine a estorbar.
Fue entonces cuando él se volvió para mirarla. Su rostro, endurecido por el sol y el rencor, pareció vacilar un instante. Sus ojos miel, que una vez la miraron con adoración, ahora la estudiaban con una mezcla de dolor y desafío.
—Entonces, ¿a qué viniste, Yumi Valentina? ¿A mirar lo que dejaste atrás?
—Vine por ella —respondió, la voz más firme de lo que se sentía—. Por Carmen. Y por las partes de mí que se quedaron aquí.
Él asintió lentamente, un gesto casi imperceptible. Cuando Yumi, sintiendo que no había nada más que decir, se dio la vuelta para marcharse, una mancha amarilla vibró en el aire. Una mariposa voló erráticamente entre los dos y se posó en el borde de una caja de madera llena de ramas recién cortadas.
Ambos se quedaron inmóviles, prisioneros de ese instante de color.
—Veo que las leyendas de la abuela siguen vivas —murmuró Yumi, intentando una sonrisa que no le llegó a los ojos.
—Más que nunca —contestó él, sin apartar la vista del insecto—. Las mariposas no vuelan por capricho en Santa Esperanza.
—¿Y esta? ¿Qué verdad viene a buscar?
Elías finalmente levantó la vista y la clavó en ella. La ironía y la tristeza luchaban en su mirada.
—Esta no busca una verdad. Viene a señalar una mentira.
Y sin añadir una palabra más, recogió sus herramientas y le dio la espalda, reanudando su trabajo con una furia silenciosa. La dejó sola, con el eco de sus palabras golpeándole el pecho y la certeza de que en aquella tierra, hasta la belleza más simple podía ser un presagio.