Santa Esperanza no solo celebraba, respiraba el Festival de las Mariposas. El aire olía a copal quemado, a pan de elote recién horneado y a la pólvora de los cohetes que dormían esperando la noche. La plaza principal era un tapiz de cintas de colores y flores de cempasúchil, y un murmullo colectivo, una vibración de anticipación, lo envolvía todo. Era una fiesta para honrar la conexión entre los vivos, los muertos y los secretos que el viento se negaba a olvidar.
Yumi Valentina se movía entre la gente como un fantasma con piel de porcelana. Llevaba una blusa blanca con delicados bordados que Doña Carmen le había hecho, y el cabello recogido en un moño bajo del que se escapaban algunos mechones rebeldes, como pensamientos que se negaban a ser contenidos. Sentía las miradas sobre ella: dardos de curiosidad, de afecto antiguo, de un recelo que no lograba descifrar. Pero ya no le pesaban. Eran parte del paisaje, como las montañas que custodiaban el pueblo.
—La hija pródiga. Casi puedo oír lo que piensan. —La voz a su lado era suave, con un filo de diversión.
Se giró. Nicolás Rojas, el primo de Elías, la observaba con una sonrisa desarmante. Era la antítesis de Elías: ligero, solar, con una camisa de lino abierta que revelaba una confianza natural. Sus ojos, de un travieso color ámbar, parecían disfrutar del revuelo que ella causaba.
—No soy pródiga si nunca sentí que este lugar fuera del todo mío —respondió Yumi, su tono más firme de lo que se sentía.
—Quizás porque eres una contradicción andante —dijo él, acortando la distancia—. Tienes ojos de obsidiana, como en las leyendas antiguas, pero un alma que pertenece a estas montañas. Eres un secreto en ti misma.
Ella no pudo evitar una pequeña sonrisa, aunque una alarma se encendió en su interior. Nicolás no solo la veía, parecía descifrarla.
—Tu madre adoptiva… Carmen… ella no quería que esperaras tanto para abrir esa caja. Lo puso en su testamento. Quería que la abrieras al cumplir los veinte.
El aire se le atoró en los pulmones.
—¿Cómo sabes tú de esa caja?
—Trabajo en la oficina del registro del pueblo. Los testamentos son mi pan de cada día —dijo con una ligereza que sonaba ensayada—. Pero no es solo eso, Yumi. El rencor de mi primo es la punta del iceberg. La historia entre los Rojas y tu llegada a la familia Morales es mucho más profunda.
Antes de que pudiera procesar la insinuación, la banda del pueblo estalló en una fanfarria. En el centro de la plaza, una niña con un vestido blanco abrió una gran caja de mimbre. Cientos de mariposas amarillas ascendieron en una espiral dorada, un torbellino de alas que se dispersó entre la multitud como oraciones silenciosas. La gente ahogó un suspiro colectivo.
Y entonces, una de ellas se desvió de la corriente. Flotó, danzó en el aire y se posó con una suavidad imposible en el hombro de Yumi. Un silencio se extendió a su alrededor. Todas las miradas se clavaron en ella y en la mariposa.
—No creas en las casualidades —susurró Nicolás muy cerca de su oído, su aliento cálido erizándole la piel—. Te eligió a ti. Igual que una vez eligió a tu madre.
Horas más tarde, el eco del festival aún resonaba en sus oídos mientras se sentaba frente a la caja de cedro. El mundo exterior se desvaneció. Con manos temblorosas, rompió el sello de cera roja del sobre. Dentro, una única hoja de papel, amarillenta y frágil. La caligrafía de Carmen era firme.
“Mi niña, si estás leyendo esto, es porque el silencio se ha vuelto más peligroso que la verdad. No llevas la sangre de los Morales, pero llevas el peso de su promesa. La que le hice a tu verdadera madre… y la que le hice a él, para salvarlo.”
¿Salvarlo? ¿Salvar a quién?
Un crujido de hojas secas en el patio la sacó de su trance. Su corazón se disparó. Salió al corredor, abrazándose a sí misma. En la penumbra que lindaba con el cafetal, una figura la esperaba.
Elías.
Su rostro estaba tenso, sus hombros caídos por un peso invisible. Sus ojos, más oscuros y tristes que nunca.
—¿Qué más viniste a decirme? ¿Que también miento sobre esto? —preguntó ella, la carta arrugada en su puño.
—No. Vine a advertirte.
Se acercó despacio, midiendo cada paso como si caminara sobre un campo minado. La miró a los ojos, y la intensidad de su mirada la ancló al suelo.
—Vi que hablaste con Nicolás.
—¿Y? ¿Ahora tampoco puedo hablar con tu familia?
—Mi primo juega con los secretos, Yumi. Los colecciona. No le importa a quién destruya en el proceso —dijo con una amargura profunda—. Él sabe lo que hay detrás del pacto.
—¿Qué pacto, Elías? ¡Dímelo de una vez!
—El que se hizo la noche que naciste —su voz se quebró por primera vez—. El que se selló para protegerte. El que costó una vida.
Yumi retrocedió, el horror helándole las venas.
—¿De qué estás hablando?
Él apretó la mandíbula, el dolor grabado en cada línea de su rostro.
—De la verdad que Doña Carmen intentó enterrar para siempre. Y del peligro que corres ahora que alguien quiere usarte para desenterrarla.