El aroma a café tostado y tierra que Elías dejó tras de sí se adhirió a las paredes del corredor, un fantasma olfativo que se mezclaba con la amargura que anidaba en el pecho de Yumi. Se quedó inmóvil, la carta de Carmen arrugada en su puño como un corazón de papel. La noche se tragó la casa y, con ella, cualquier atisbo de paz. ¿Un pacto sellado con una muerte? Las palabras de Elías eran ecos en un pozo sin fondo, y cada pregunta que emergía era más monstruosa que la anterior.
Esa noche, el sueño fue un país extranjero al que no tenía pasaporte. Se encerró en su cuarto, un santuario convertido en sala de interrogatorios. Vació el viejo baúl de Doña Carmen, liberando un aroma a naftalina y tiempo encapsulado. Fue al palpar el forro del fondo cuando sus dedos notaron una protuberancia. Un doble fondo. Dentro, no había joyas ni dinero, sino una libreta de cuero gastado. Entre sus páginas, como una flor prensada, una postal de Corea. La imagen era un templo antiguo junto a un mar embravecido. Al reverso, una caligrafía elegante y desconocida.
“Choi Eun Mi”
Y debajo, en un coreano que Yumi apenas pudo descifrar:
"Para mi estrella perdida, con amor eterno."
El papel, aunque desgastado, conservaba un perfume sutil a jazmín. El remite era casi ilegible: Busan, Corea del Sur. Año 2003.
Un temblor la recorrió de pies a cabeza. No era frío, era un reconocimiento sísmico, el choque de dos placas tectónicas en su interior. ¿Choi Eun Mi? ¿Su madre?
A la mañana siguiente, mientras el sol apenas se atrevía a tocar el cafetal, unos golpes resonaron en la puerta principal, no con la familiaridad de un vecino, sino con la solemnidad de un acto oficial. Era Don Anselmo, el cartero del pueblo desde hacía cuarenta años, un hombre cuya cara era un mapa de todas las historias de Santa Esperanza.
—Señorita Yumi —dijo, quitándose el sombrero con respeto—. Esta carta ha esperado mucho tiempo. Algunas misivas tienen su propio calendario.
Le entregó un sobre amarillento, casi quebradizo. El sello postal, descolorido, marcaba una fecha imposible: octubre de 2009. Había tardado dieciséis años en cruzar el umbral de esa puerta.
El remitente era Doña Carmen Morales. Y en el reverso, una advertencia:
“No abras esta carta sin antes estar dispuesta a perdonar lo imperdonable.”
Con el corazón en la garganta, la abrió.
"Mi Yumi Valentina,
No fuiste hija de mi sangre, pero sí de mi alma. Y el alma a veces obliga a cometer pecados por amor. No podía decirte la verdad sin destrozar tu mundo, pero he comprendido que el silencio es un veneno lento que ahora podría matarte. Tu madre biológica no te abandonó. La arrancaron de tu lado. Venía cada año, en secreto, solo para verte de lejos. Hasta que un día, no vino más. Tu padre… tu padre sigue vivo. Y no es el hombre que toda tu vida has creído que es."
Horas más tarde, Yumi caminaba por el cementerio del pueblo. El viento silbaba entre los cipreses, arrastrando el aroma de flores marchitas. Se detuvo frente a la lápida de granito, sencilla y limpia. “Carmen Morales. Madre.” No llevaba flores. Solo llevaba su corazón roto en la mano.
—¿Por qué, mamá? —susurró, la voz quebrada por la traición y el amor—. ¿Por qué me dejaste construir mi vida sobre una mentira? ¿Por qué no confiaste en mí?
—Porque a veces la verdad no libera. A veces, solo pone cadenas más pesadas.
La voz de Nicolás la sobresaltó. Emergía de entre las sombras de un mausoleo cercano, vestido de un negro impecable que lo hacía parecer parte del luto eterno del lugar.
—La carta que tardó dieciséis años en llegar —dijo Yumi, sin mirarlo.
—¿Y? ¿Ya sabes quién eres?
—Sé quién no soy. Que es mucho peor.
Nicolás asintió, dando un paso hacia ella.
—Te lo advertí. Saberlo todo duele.
—Y aun así —dijo ella, girándose para enfrentarlo, sus ojos encendidos con una nueva y peligrosa determinación—. La quiero. Quiero toda la verdad.
Él la estudió, una sonrisa triste y calculadora en sus labios.
—Entonces tendrás que elegir. Porque la verdad sobre tu padre está atada a la mentira de la familia Rojas. Y no puedes tener una sin destruir a la otra. Y en medio de todo… está Elías.
Esa noche, de vuelta en la soledad de la casona, Yumi encendió una vela frente al retrato de Carmen. La mariposa amarilla regresó, silenciosa. Aterrizó sobre la carta abierta, posando sus delicadas patas justo sobre la palabra que ahora lo consumía todo:
“Padre.”
—Voy a desenterrar cada mentira, mamá —juró en un susurro a la llama danzante—. Aunque en el proceso tenga que arrancar de raíz lo único que me queda.
Mientras tanto, lejos de la casa, en lo más profundo y oscuro del cafetal, unas manos fuertes y familiares se hundían en la tierra húmeda. Las uñas se llenaron de lodo hasta que sus dedos golpearon madera. Con un gruñido de esfuerzo, sacó una pequeña caja podrida y la abrió.