La Heredera del silencio

Capítulo 5: La Memoria de la Lluvia

El cielo sobre Santa Esperanza se rindió. El azul claudicó ante un gris pesado, panza de burro, que se arrastraba desde las cumbres de las montañas. El aire se volvió denso, eléctrico, cargado con el olor a tierra a punto de ser bautizada por la tormenta. Los pájaros callaron. Yumi Valentina avanzaba por el sendero del cafetal no como quien camina, sino como quien marcha hacia una batalla inevitable. El papel de la carta en su mano era su única arma.

Tenía que verlo. Tenía que obligarlo a derribar el muro que había construido entre ellos.

Elías estaba de espaldas a ella, junto a una vieja carreta, tensando las cuerdas sobre unos costales de café. La camisa blanca, una segunda piel por el sudor y la tierra, dibujaba cada músculo de su espalda. Era la estampa de un hombre anclado a su trabajo, a su tierra. Levantó la vista solo cuando ella estuvo a pocos metros, y su cuerpo entero se petrificó.

—Sabía que vendrías —dijo, su voz un murmullo grave, resignado. No había ironía, solo el cansancio de quien espera un golpe anunciado.

—Y sabes por qué estoy aquí —replicó ella, deteniéndose frente a él.

—Sé que hablaste con mi primo. Y sé que él disfruta regando veneno en oídos ajenos.

—No es veneno si es la verdad. —Yumi alzó la carta, el papel temblando ligeramente—. Sé que sabes quién es mi padre. Y sé que tu familia tuvo algo que ver en que lo arrancaran de mi vida.

Elías apretó los puños con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. El viento aulló de pronto, agitando las hojas del cafetal con una furia repentina. Las primeras gotas de lluvia, gruesas y frías, comenzaron a estrellarse contra el suelo seco, levantando un aroma a polvo y ozono.

—Tú no buscas respuestas, Yumi. Viniste a señalar culpables —siseó él, su rabia contenida era casi palpable—. Llegas después de años de silencio y crees tener derecho a desenterrar a los muertos.

—¡Tengo derecho a saber quién soy! —gritó ella, avanzando un paso, desafiante—. ¡Tengo derecho a que la única persona en la que alguna vez confié en este maldito pueblo me mire a los ojos y no me mienta!

Y en ese instante, el cielo se rompió. El aguacero cayó de golpe, una cortina de agua furiosa que borró el paisaje y los encerró en su propio mundo.

Yumi no se movió ni un centímetro. El agua helada le empapó el vestido, pegándoselo al cuerpo, mientras su cabello largo se oscurecía, chorreando sobre su rostro. Pero sus ojos no parpadearon, fijos en él, un ancla de dolor y determinación.

Elías la miró, y en su rostro se libró una guerra. Una batalla entre el rencor, el deber y un amor tan profundo que era una herida abierta. Con un gruñido ahogado, rompió la distancia entre ellos, sus botas hundiéndose en el fango que se formaba a sus pies.

—¿De verdad quieres saberlo todo? —dijo, su voz ronca por encima del estruendo de la lluvia—. ¿Quieres saber por qué no te busqué cuando te fuiste sin decir adiós? ¿Por qué cada día que pasa te odio por haberme dejado y te amo por seguir viva?

Ella solo pudo asentir, temblando por el frío y la emoción.

Y entonces la besó.

No fue un beso de amor dulce, fue un beso de supervivencia. Un choque de bocas desesperadas, un intento de decir con los labios todo lo que el silencio había podrido durante años. Fue un beso con sabor a lluvia, a café amargo y a la sal de lágrimas no lloradas. Él la sujetó por la cintura, atrayéndola contra su cuerpo con una fuerza que era casi posesiva, como si temiera que la propia tormenta se la llevara. Yumi le respondió con la misma urgencia, enredando sus dedos en su nuca, aferrándose a él como si fuera lo único sólido en un mundo que se deshacía.

Cuando se separaron, apenas lo suficiente para respirar, él apoyó su frente contra la de ella. El mundo era solo el sonido de sus alientos agitados y el golpeteo incesante de la lluvia.

—Tu padre… —murmuró Elías, su voz rota—. No está muerto. Pero si sigues buscándolo, si sigues tirando de este hilo, te juro que la verdad te va a destruir.

Ella levantó la vista, sus ojos brillantes en medio del rostro empapado.
—Ya estoy destruida, Elías. Ya lo perdí todo una vez. Ahora solo me queda la verdad.

Y a lo lejos, guarecido entre las sombras más densas del cafetal, una figura los observaba. El corte impecable de su chaqueta contrastaba con la furia del aguacero. En una mano sostenía un sobre amarillento, idéntico al que Yumi había recibido.

En la otra, sostenía una pistola.




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