Un pueblo con miedo es un pueblo que celebra más fuerte. A pesar de la desaparición del juez y de la nota clavada con un cuchillo, Santa Esperanza se vistió de fiesta para San Isidro. Era un acto de desafío. La música de los tambores retumbaba con una urgencia casi primitiva, y el olor a pan dulce y aguardiente intentaba enmascarar el hedor a secreto y temor.
Yumi Valentina lo entendía. Doña Carmen siempre decía que en Santa Esperanza, si querías encontrar una verdad, debías buscarla en una fiesta. Era allí, entre el ruido y la alegría forzada, donde las máscaras se caían. Así que no se escondió. Se puso un vestido rojo carmesí, un color que era a la vez una celebración y una herida abierta. El cabello suelto, coronado por flores silvestres que ella misma recogió, era su única armadura.
Al bajar las escalinatas de la casona, los murmullos la siguieron como un enjambre.
—Es idéntica a ella… a Choi Eun Mi.
—No… tiene la mirada de los Morales. Una pena con orgullo.
Ella caminó a través de ellos, con la cabeza alta, sintiendo el peso de un rostro que no era del todo suyo.
Nicolás la interceptó junto al quiosco, donde una pareja de ancianos bailaba con una dignidad conmovedora.
—Rojo. El color de la pasión y de la sangre —dijo él, su sonrisa apreciativa pero sus ojos analíticos—. Valiente elección. ¿Has sabido algo de Elías?
—Se está escondiendo de mí, o de sí mismo. Aún no lo decido —respondió ella, aceptando un vaso de horchata que alguien le ofrecía.
—Tal vez solo cumple su promesa. La que le arranqué yo para dártela a ti.
La frialdad de su confesión la heló.
—¿Por qué lo hiciste, Nicolás? ¿Por qué enfrentarnos?
Él se encogió de hombros.
—Porque Santa Esperanza necesita un cambio. Y a veces, para construir algo nuevo, hay que quemar los cimientos de lo viejo. Empezando por los secretos de nuestra familia.
Mientras tanto, en la penumbra del cerro, Elías observaba. Montado en su caballo, era una silueta recortada contra el cielo morado del atardecer. La camisa blanca sin mangas revelaba sus brazos fuertes, y el sombrero de ala ancha ensombrecía un rostro torturado. Desde allí la veía reír con alguien, girar con la falda de su vestido rojo abriéndose como una flor mortal. Y cada risa, cada giro, era una punzada en su pecho. Era la imagen de todo lo que había jurado proteger, y de todo lo que estaba perdiendo.
Al caer la noche, cuando los faroles de papel iluminaron la plaza con una luz cálida y mentirosa, la banda atacó los primeros acordes de "La Canción de las Almas". La leyenda decía que esa melodía tenía el poder de unir a dos personas en una verdad compartida, aunque fuera por los tres minutos que duraba.
Yumi se quedó quieta, el corazón latiéndole al ritmo de la guitarra. Y entonces, como si fuera una invocación, él estaba allí. Elías había bajado del cerro. Se abrió paso entre la gente con una determinación silenciosa y, sin decir palabra, le tendió la mano.
Ella dudó un instante, un abismo de dudas y traiciones entre ellos. Pero sus dedos rozaron los de él, y asintió.
El pueblo entero contuvo la respiración.
Él la tomó por la cintura, su mano quemándole la piel a través de la tela del vestido. La otra sujetó su mano con una posesión delicada. Y bailaron. No era un baile de fiesta, era una confesión sin palabras. Sus cuerpos se movían juntos, recordando un lenguaje que creían olvidado.
—La promesa que rompí anoche al besarte… no fue la primera —susurró él, su aliento cálido en el oído de ella—. Hay una más grande. Una que me ha estado matando cada día desde que te fuiste.
—No quiero más secretos, Elías.
Él la miró, y en sus ojos había un universo de dolor. —Tu madre… Choi Eun Mi… no murió en un accidente.
Yumi sintió que el mundo se detenía. La música se desvaneció.
—¿Qué?
—Está viva, Yumi. Está aquí. Tu padre la internó hace años en el asilo de San Jerónimo, en las afueras del pueblo. La dejó allí cuando lo perdió todo.
La canción terminó. El pueblo, ajeno a la bomba que acababa de estallar, rompió en aplausos.
Pero no todos estaban distraídos. Oculto entre la multitud, un hombre de manos artríticas y mirada vacía levantó un celular antiguo y tomó una foto de la pareja. Envió un mensaje de texto con dedos torpes:
"El perro guardián la llevó al rastro. Procedan."
Al amanecer, con el corazón galopando entre la esperanza y el terror, Yumi llegó en el viejo taxi del pueblo a las puertas del asilo de San Jerónimo. Estaba desierto. Las puertas abiertas de par en par, meciéndose con el viento. No había personal. No había pacientes. Solo un eco de silencio y abandono.
En la puerta principal, clavada con un clavo oxidado, una nota escrita con una caligrafía temblorosa:
"Algunas madres nunca debieron tener hijos. Aléjate si quieres vivir."