La tormenta se apoderó de Santa Esperanza, una furia de agua y viento que azotaba la tierra como si quisiera arrancarle sus secretos a la fuerza. Era un reflejo del cataclismo que se había desatado en el alma de Yumi. Regresó del asilo desierto no llorando, sino envuelta en un silencio aterrador. Cada gota de esperanza que Elías le había dado se había evaporado, dejando solo el páramo de la mentira. El vestido rojo, ahora empapado y oscuro, parecía un sudario.
Lo encontró en el porche, esperándola, como si supiera que la única dirección que ella podía tomar era hacia él. Estaba empapado, el pelo pegado a la frente, su rostro una máscara de aprehensión.
—No había nadie —dijo ella, su voz hueca, sin vida—. El lugar estaba vacío. Fue otra mentira.
—No fue una mentira, Yumi. Fue una trampa —respondió él, su voz grave—. Y tú caíste en ella.
—¿Cómo sabías que mi madre estaba allí? ¡Dímelo!
—Carmen me lo confió en su lecho de muerte. Me hizo jurar que te mantendría alejada de ese lugar. Me dijo que tu madre biológica era un fantasma viviente, y que si su existencia se sabía, sus enemigos vendrían por ti.
Yumi estalló. La apatía se hizo añicos, reemplazada por una furia incandescente. Lo empujó con ambas manos contra el pecho.
—¡Estoy harta! ¡Harta de tus juramentos y de los secretos de Carmen! ¡Harta de que todos decidan sobre mi vida y mi verdad por "mi propio bien"! ¿No entienden que su silencio es lo que me está matando?
Él la sujetó por los brazos, su agarre firme para que no se hiciera daño, sus ojos encendidos con una desesperación igual a la de ella.
—¡Yo también estoy harto, maldita sea! —rugió, su voz rompiéndose—. ¡Pero prefiero que me odies por mis silencios a que termines en una tumba como casi acaba ella!
La palabra "casi" quedó suspendida en el aire, cargada de electricidad.
—¿Qué… qué quieres decir? —preguntó Yumi, el aliento atorado.
Elías cerró los ojos, derrotado. —Tu madre no perdió la memoria en un accidente, Yumi. Fue un envenenamiento. Lento, deliberado. Alguien intentó borrarla del mapa sin dejar rastro. Sobrevivió de milagro, pero su mente se quebró. La escondieron en ese asilo para protegerla, pero quien lo hizo… ahora sabe que tú la estás buscando. Y no va a cometer el mismo error dos veces.
La verdad fue tan monstruosa que Yumi sintió que el aire le faltaba. Se soltó de Elías y corrió. Corrió sin rumbo hacia la oscuridad del cafetal, huyendo de la casa que se había vuelto una prisión, de la cara del hombre que amaba y que era su carcelero. Corrió para que el dolor físico de sus pulmones quemando ahogara el dolor del alma.
La tierra, traicionera y resbaladiza por la lluvia, cedió bajo sus pies. No vio la raíz expuesta que actuó como una zancadilla. Rodó por la ladera, una caída caótica de barro, hojas mojadas y dolor agudo. Un golpe seco contra una roca le arrancó un grito. El hombro. Un dolor punzante y blanco le nubló la vista.
Yacía en el fango, el vestido rojo rasgado, la piel cubierta de lodo y sangre. El mundo era una sinfonía de lluvia y dolor. Estaba sola.
Pero entonces, en el corazón de la tormenta, algo diminuto y vibrante apareció. Un colibrí, de un azul iridiscente, flotó frente a su rostro, sus alas un murmullo imposible contra el estruendo. "Son las almas de los guerreros que se niegan a morir", le había dicho Carmen una vez.
Y detrás de la pequeña ave, una sombra se materializó en la niebla.
Elías.
—¡Yumi!
Se deslizó por la ladera sin importarle nada, su rostro una mezcla de pánico y alivio. La tomó en sus brazos con una delicadeza que contradecía su fuerza.
—Tranquila, mi cielo, tranquila. Ya estoy aquí.
—¿Cómo…? —logró decir ella, con un hilo de voz.
—Te seguí. No iba a dejar que corrieras sola hacia la tormenta —admitió él, su coartada de misticismo derrumbada por una preocupación terrenal—. Nunca más.
Ella intentó una sonrisa. —¿"Mi cielo"? Eso es nuevo.
—Sí —dijo él, y Yumi vio el brillo de las lágrimas en sus ojos, mezclándose con la lluvia—. Te prefiero cínica y herida… que ausente.
La cargó de vuelta a la casa. Con una torpeza conmovedora, sus manos grandes y callosas limpiaron sus heridas, desinfectaron los raspones y vendaron su hombro dislocado con una firmeza gentil.
Cuando ella por fin se rindió al agotamiento, acurrucada en el sillón, Elías se quedó velando su sueño. Acarició un mechón de cabello mojado de su frente y susurró a la penumbra:
—Perdóname por cada día que te dejé sola. Juro por mi vida que esa promesa… ya está rota.
Mientras tanto, en una lujosa oficina con vistas a una ciudad lejana, alguien observaba una serie de monitores. Una de las pantallas mostraba una imagen térmica del cafetal, con dos figuras, una en brazos de la otra. El hombre, de manos artríticas, tomó un sorbo de whisky y activó el intercomunicador.
"El accidente improvisado falló. El activo sigue con vida y el perro guardián no se separa de ella. Preparen el plan B. Es hora de recordarle al pueblo quién es el verdadero dueño de Santa Esperanza."