El corazón de Eldoria era la Alta Ciudadela: una imponente espiral de piedra pálida surcada por vetas de cristal viviente. Mientras Kael guiaba a Elara hacia su puerta, ella sintió el cambio en la atmósfera. El aire era más denso, cargado de ojos invisibles, juicios tácitos.
Las grandes puertas dobles se abrieron con un crujido al acercarse, revelando una vasta cámara iluminada por orbes flotantes y llamas doradas que danzaban sin calor. Trece tronos se alzaban en semicírculo, elevados sobre una plataforma a la que Kael la conducía.
—Elara Piedra Lunar —resonó una voz clara, fría y desconocida. Un hombre mayor con túnicas oscuras y ojos gris tormenta se levantó de su asiento—. Hija de Seris y Alric. Regresó del exilio.
Elara sintió un nudo en el estómago.
Otra Anciana, una mujer de cabello plateado recogido como una corona, se inclinó hacia delante. —Llevas la marca. Pero eso por sí solo no prueba quién dices ser.
—Ella no lo reclama —dijo Kael, dando un paso al frente—. Yo sí. Fui testigo de su nacimiento. Juré el juramento de sangre de su madre.
Se oyeron murmullos en el consejo.
Elara miró a su alrededor. Algunos rostros mostraban curiosidad. Otros, hostilidad. Algunos, indescifrables. Pero ninguno amistoso.
“Tráela de vuelta”, se burló otro Anciano, “como si la memoria borrara la traición. Su sangre lleva tanto la luna como la sombra. Es un peligro”.
“Ella es nuestro futuro”, gruñó Kael.
La cámara quedó en silencio.
Un Anciano del otro extremo se levantó, golpeando el suelo con su bastón. “La ley exige que sea puesta a prueba”.
Kael se giró hacia Elara. “No tienes que hacer esto”.
“Sí, lo tengo”, susurró.
Un charco de piedra lunar brillaba bajo el consejo. De él se alzaba un pedestal, sobre el cual descansaba una daga: curva, antigua y llena de runas.
“Se desangrará en la Piedra de la Ascendencia”, declaró el Anciano. “Si miente, la piedra la rechazará. Si dice la verdad, su sangre abrirá lo que estaba sellado”.
Elara dio un paso adelante. Le temblaba la mano, pero recogió la daga. La marca en su hombro se encendió.
Pasó la hoja por la palma de su mano.
Su sangre se derramó sobre la piedra.
Crecía.
La cámara se estremeció.
Un recuerdo se desplegó en luz y sonido.
Una visión.
Seris, alta y coronada con una llama plateada, abrazaba a un bebé contra su pecho. Alric, de pie a su lado. El palacio ardía tras ellos. Ancianos con espadas en alto. Una voz —la voz de Seris— resonó como un trueno:
"Si nos traicionas, debes saber esto: ella regresará. Y no se arrodillará."
Luego, oscuridad.
Se oyeron jadeos. La visión se desvaneció.
La daga cayó al suelo con un ruido metálico.
Elara levantó la vista; su mano aún sangraba. "¿Ahora me crees?"
Silencio.
La mujer de cabello plateado se puso de pie. Su rostro era indescifrable.
"La verdad se ha demostrado", dijo finalmente. "Pero la verdad no borra el miedo. Eres la heredera de una casa rota, Elara. Puedes quedarte. Pero aún no eres reina. No hasta que demuestres que eres más que un fantasma de la profecía."
Kael se acercó a Elara.
Y Elara, aunque pálida y temblorosa, irguió la espalda.
"Entonces lo demostraré", dijo. "A cada uno de ustedes".
Porque ella no era solo la hija de su madre.
Ella era la tormenta que esperaba desatarse.