El sol nunca salía dos veces de la misma manera en Eldoria. Algunas mañanas estaban envueltas en una niebla dorada; otras, en tempestades violetas. Sin embargo, hoy, el cielo sobre el Fuerte de Piedra Lunar bullía con una curiosa luz plateada, una sutil advertencia de Kael.
Elara estaba en el patio de entrenamiento norte, ataviada con cueros oscuros bordados con sellos que aún no tenían significado para ella. El aire era gélido y tenso. Llevaba el cabello trenzado hacia atrás, dejando al descubierto la marca de la luna creciente en la curva de su clavícula, que ahora irradiaba suavemente con la primera luz del amanecer.
Kael la rodeó como un lobo.
"Pasaste la Prueba de Sangre", declaró, con la voz como un pedernal chispeante. "Pero solo has tocado una pequeña parte de tu potencial".
Ella lo miró a los ojos, sin ceder. "Entonces enséñame".
Él no sonrió. En cambio, le lanzó la daga de doble filo. Logró atraparlo, a duras penas, con el frío metal ardiendo en su mano.
"Otra vez", espetó. "Más rápido".
Su entrenamiento comenzó con ejercicios, posturas, formas y control. Cuanto más avanzaban, más respondía su sangre. Más latía la marca como un segundo latido.
"Siente el hilo", le dijo Kael. "La magia no se invoca. Se recuerda. Solo necesitas dejar de temerle".
Elara gruñó y rugió con los dientes apretados. "No lo soy."
Él le quitó la daga de las manos. "Sí, lo eres."
Aprendió a moverse con sus instintos, no contra ellos. Corrió con los ojos vendados por el bosque, más allá de los muros de la ciudadela. Entrenó con Vira hasta que le dolieron los brazos. Leyó textos escritos con tinta de sangre, meditó bajo antiguas piedras rúnicas y bebió té de raíz de aliento de lobo, que se decía fortalecía el vínculo entre los licántropos y la magia.
Los días eran como pruebas. Las noches, como batallas.
Sin embargo, fue el fuego lo que la transformó.
Kael la llevó a la Aguja de Ascuas, una cueva en los acantilados al norte del palacio. Allí ardía una llama sin combustible: fuego lunar, prístino e indómito. La misma llama que su padre usaba para forjar armas.
"Tócala", dijo Kael.
Elara dudó.
"¿Dolerá?"
"Sí."
Extendió la mano.
El fuego no le quemó la piel. Quemó la memoria. Vio todas las vidas que nunca vivió. Una niña criada por su madre en los jardines del palacio. Un niño estudiando hechizos con su padre. Una guerrera coronada en batalla. Una reina bailando en los salones ahora perdidos.
Cuando retrocedió y se desplomó.
Kael la atrapó.
"Ese fue tu legado", dijo. "Y ahora está dentro de ti".
En la Fortaleza, sus pasos eran más firmes. Su mente estaba más clara. Las sombras murmuraban menos, y cuando lo hacían, ya no la aterrorizaban con sus susurros.
Se quedó en sus aposentos frente al espejo. Sus ojos parecían mayores. Más nítidos. Sus ojos brillaban con una luz suave. La marca parecía brillar como tinta bajo la luz de las estrellas.
"Estás cambiando", dijo Kael detrás de ella.
No se giró. "Tengo que hacerlo". "No todos lo recibirán con agrado."
"No todos lo aceptarán."
"No estoy de visita para que me reciban", respondió la mujer. "Estoy de visita para recuperar algo robado."
Kael asintió una vez, su orgullo eclipsado por la tristeza.
"Me recuerdas a ella", dijo. "Pero serás algo más."
Cuando Elara entró en el pasillo, la Fortaleza se adaptó sutilmente a su presencia. Los sirvientes dudaron. Las miradas la siguieron.
Sin duda.
Con miedo.
Y tal vez, finalmente, con respeto.
Porque la chica, antes tímida, que solía caminar entre las sombras ya no era un susurro.
Era la encarnación del poder.
Era el poder hecho carne.
Y sus lecciones apenas comenzaban.
Y su instrucción apenas comenzaba.