La heredera olvidada: El ascenso de la reina licántropa

La luna de sangre

La noche en que sanó y volvió a salir, la noche en que la Luna de Sangre se alzó lentamente, tiñendo el cielo de un rojo intenso y antinatural. Flotaba como una herida sobre las copas de los árboles, bañando la tierra con un resplandor misterioso que se aferraba a la corteza y relucía en las briznas de hierba como gotas de vino.

Elara se encontraba al borde del claro ceremonial, donde los guerreros de Sombra de Luna se reunían cada luna llena para renovar sus juramentos. Pero esta noche era diferente. Esta noche no era para votos.

Esta noche era para profecías.

Para algo largamente predicho y temido.

En el momento en que la luna coronó el dosel, las antiguas piedras en el corazón del claro comenzaron a zumbar. No suavemente. No suavemente. El sonido era vivo, vibrando la tierra, haciendo resonar huesos y dientes por igual. Los lobos alrededor del círculo comenzaron a moverse instintivamente, atraídos por la llamada primigenia. Incluso la más joven de la manada lo sintió: no era una luz de luna cualquiera. Era magia ancestral.

Elara debería haber sentido consuelo en el ritual. Pero en cambio, le picaba la piel. Le ardían las venas. La respiración se le quedó atrapada en la garganta como un grito a punto de estallar.

Se tambaleó hacia atrás, alejándose del anillo de piedra.

"¿Elara?" Era Vira, que se acercaba a ella. "¿Qué pasa?"

"No lo sé", susurró Elara, agarrándose el pecho. "Siento... como si algo se estuviera desmoronando dentro de mí".

Su loba se agitaba. No solo inquieta, presa del pánico. Aterrorizada. No del peligro... sino de sí misma.

Y entonces...

Dolor.

Crudo, repentino y cegador.

Un rayo la atravesó por la columna, doblándole las rodillas. Sus manos tocaron la hierba, sus uñas se clavaron en la tierra. Respiraba entrecortadamente y su visión se nubló. El mundo daba vueltas.

"¡Elara!", gritó alguien, pero sonaba muy lejos.

Levantó la vista y la manada había retrocedido.

Decenas de ojos la observaban en un silencio atónito.

Incluso Vira, incluso el Regente Alfa, incluso los chamanes.

La miraban como si vieran un fantasma.

No. No era un fantasma.

Una leyenda.

Elara gritó mientras su cuerpo se transformaba, pero no se convertía en una loba.

Sus huesos se quebraron, pero no al ritmo familiar de la transformación licántropa. Su piel resplandecía, luminosa y plateada, como si la luz de la luna le hubiera calado la sangre. Sus manos se extendieron como garras, pero su forma no se redujo a la de una bestia. Se expandió. Más alta. Más grácil. Más terrible.

Alas, emplumadas por la noche y el humo, se desplegaron desde su espalda, y sus ojos, antes verdes, se tornaron de oro fundido con destellos de estrellas plateadas arremolinándose en el iris.

Ella flotaba —no caminaba, no se detenía— flotaba sobre el claro.

Jadeos resonaron en el círculo.

Un niño lloró.

Alguien susurró: «Luna».

Una palabra que Elara solo había oído en historias antiguas. Un mito.

A child of both moon and magic. Born once every few centuries. Not just a wolf. Not just a healer. But something more.

Touched by primordial forces before the Packs even existed. Said to wield balance and destruction both.

Said to be cursed.

Said to be blessed.

“Elara…” Vira’s voice trembled. “What are you?”

Elara hovered above them, glowing like a living constellation, and yet, terrified. Her heart thudded wildly. I don’t know. I don’t know what’s happening to me.




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