La herencia

CAPÍTULO 4

El primer año que vivimos en Barcelona, después de habernos instalado en nuestra casa, mi madre, fiel a su promesa, vistió el hábito de la Virgen del Carmen. No sé a partir de qué edad los niños tienen recuerdos, pero a mis casi cinco años recuerdo con todo lujo de detalles a mi madre vestida con su hábito marrón, con un grueso cordón amarillo atado a la cintura y un escapulario de tela colgado al cuello.

Una vez conseguida nuestra estabilidad económica, mamá volvió a insistir en tener otro hijo, y papá no tuvo más remedio que cumplir su promesa. En 1954 nació mi hermana Lola, a la que pusieron el nombre de su madrina, la hermana de mi madre, que con motivo de su nacimiento vino a visitarnos.

Otra niña, ya éramos tres, y aunque el deseo de mi madre de tener un hijo varón persistía, el bebé nos llenó a todos de felicidad. Pilar y yo estábamos encantadas con Lola que al ir creciendo, se convirtió en una preciosa niña de ojos verdes y pelo negro y ensortijado. De las cuatro, las tres mayores heredamos los ojos verdes de mi abuela y de su madre. En cambio Adela, sacó los ojos negros de profunda mirada de papá y de Quique.

El tiempo transcurría sin demasiados cambios, Pilar aún no había cumplido los catorce años y ya se había colocado en una fábrica textil. Legalmente no podía trabajar hasta cumplir los catorce años, pero no era la única. Así que cuando iban inspectores a las fábricas, las escondían para no ser multados. Hacían turnos de mañana y de tarde. Cuando le tocaba el turno de mañana, entraba a trabajar a las 5:30, tenía 30 minutos para desayunar y finalizaba a las 2:00 de la tarde. Se levantaba a las 4:30 porque tenía 40 minutos a pie de casa al trabajo así que, cuando salía de casa, era totalmente de noche. A dos manzanas de distancia, se encontraba con dos chicas que trabajaban en la misma fábrica y hacían juntas el camino. En el turno de tarde entraba a las 2:00 y salía a las 10:00 de la noche, con lo que el regreso a casa también lo hacía cuando había anochecido. Pilar pasaba mucho miedo al tener que cubrir sola las dos manzanas que la separaban de las otras dos compañeras. Por entonces, había un siniestro personaje al que llamaban “el tío de la gabardina”, que se paseaba completamente desnudo, con tan solo una gabardina, la cual se abría para mostrar sus atributos, de los que el hombre debía estar muy orgulloso. Amparado en las sombras de la noche acechaba a sus víctimas. En cuanto veía a una mujer sola, le salía al paso y con palabras y gestos obscenos las perseguía, sembrando el pánico entre las mujeres del barrio. Dentro de todo, Pilar tuvo suerte, nunca se lo encontró. Agustín, el sereno de nuestro barrio, conocedor del problema, tanto cuando anochecía como al amanecer, hacía la ronda por la zona para proteger a las muchachas que iban o volvían del trabajo. A menudo solía acompañar a Pilar el tramo que tenía que cubrir sola, cosa que mamá le agradecía dándole generosas propinas, especialmente en Navidad.

Actualmente, aquel tipo de vida puede parecer muy dura, pero en aquellos tiempos lo veíamos normal, incluso nos sentíamos felices. Yo aún iba al colegio y ayudaba a mamá en las tareas de la casa. De los trece a los quince años, trabajé como tejedora de alfombras anudadas a mano en un pequeño taller, con un sueldo de cinco pesetas al día y también en un laboratorio farmacéutico. Con un pequeño librador llenaba los tubos de pastillas, también rellenaba las cajas de inyecciones y los botes de jarabe, después doblaba manualmente los prospectos que metía en las cajas listos para su venta. A los quince años entré a trabajar como dependienta en un colmado. Trabajé allí nueve años, hasta que me casé, nunca estuve asegurada. Entonces era una práctica generalizada tener trabajadores sin asegurar. Nadie te hacía un contrato, a no ser que fuera una fábrica o una empresa importante. El señor Alfonso, un maestro jubilado que vivía en nuestro barrio, daba clases nocturnas a las que mamá nos apuntó a Pilar y a mí para que pudiéramos completar nuestra educación.

Trabajé cuatro años de 9 de la mañana a 9 de la noche, con dos horas de cierre al mediodía para la comida, de lunes a sábado los 365 día del año. Solo teníamos fiesta un día en Semana Santa, cuatro en Navidades (25 y 26 de diciembre, 1 de enero y 6 de enero, día de la Epifanía) y alguna otra fiesta como la Mercè o el doce de octubre. Los cinco años restantes, le pedí a mi jefe trabajar solo medía jornada de 9 a 2, porque me había matriculado en la escuela Massana para estudiar decoración. Como el sueldo que ganábamos lo entregábamos íntegramente en casa, los domingos por la mañana, trabajaba en una peluquería para conseguir un poco de dinero con el que comprarme libros e ir al cine, cuando dejé de ser la carabina de Pilar y su novio.

Cuando a los diecisiete años Pilar se echó novio, tuve que hacer de carabina durante un año, ya que no les estaba permitido salir solos, hasta que Pilar no alcanzara la mayoría de edad. Manolo, su novio, nos pagaba el cine a las dos y nos compraba caramelos Darling o nos invitaba a la salida del cine a tomar una zarzaparrilla o un helado. Pero a mí no me gustaba ir de carabina, ni tener que ver las películas que ellos elegían, aunque durante un año me vi obligada a hacerlo. Al cumplir los dieciocho años, Pilar ya tenía permiso para salir con su novio sin vigilancia. Eso sí, a las nueve de la noche tenían que estar en casa. A partir de entonces, me vi liberada para salir con mis amigas y escoger las películas que quería ver, con lo que tuve que renunciar a los caramelos Darling, la zarzaparrilla o el helado.

Mamá se acercaba a los 40 años y quería tener otro hijo, deseaba intentarlo de nuevo antes de que fuera demasiado tarde. Aún conservaba la ropita de Quique y la vana ilusión de recuperar a aquel niño, que se había ido hacía tantos años.

—Ignacio, ¿no te gustaría que probáramos de nuevo a ver si esta vez fuera un niño? Lola tiene ya ocho años, tu ganas un buen sueldo, y Pilar y Gloria ya no representan una carga.




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