La herencia del silencio

Capítulo 1

La herencia del silencio

La noticia llegó un martes gris, envuelta en el olor a tinta de la carta del abogado. Clara Velmont sostenía el sobre entre sus dedos manchados de tiza de restauración, respirando el aroma a polvo y formol que siempre la perseguía desde el archivo de la biblioteca. «Estimada Srta. Velmont: Lamentamos informarle del fallecimiento de Eleanor Velmont…». Las palabras se difuminaron. Su abuela había muerto. Y le dejaba todo: la casa victoriana de Maine, el reloj de péndulo suizo, y un secreto que Clara nunca quiso descubrir.

El timbre del teléfono interrumpió su shock. Era el director del museo donde trabajaba, preguntando si necesitaba más días libres. Clara declinó con voz mecánica. La restauración de un atlas del siglo XVIII podía esperar; los muertos, no. Colgó y miró su reflejo en el espejo del recibidor: cabello castaño desordenado, ojos verdes empañados, una cicatriz en la barbilla que Eleanor le había cosido cuando se cayó del columpio a los siete años. “Las heridas nos recuerdan que sobrevivimos”, le dijo esa tarde. Ahora, la cicatriz latía como un reproche.

El funeral fue rápido, como si el mundo quisiera borrar a Eleanor. Clara se paró bajo una llovizna pertinaz, observando el ataúd de caoba descender a la tierra. Recordó la última vez que vio a su abuela: una mujer de ojos azul acero, sentada en el porche de esa casa maldita, murmurando sobre "cartas que nunca debieron escribirse". Tenía once años. Esa visita había terminado en gritos. Eleanor, borracha de whisky barato, le arrojó un jarrón de porcelana mientras clamaba que “él” regresaría. Clara huyó, jurando no volver. Ahora, el remordimiento le quemaba la garganta.

—Firmará aquí, por favor —el abogado le extendió un documento junto a las llaves de la casa—. Su abuela insistió en que debía vivir allí al menos un mes antes de venderla. Una cláusula… peculiar.

Las llaves eran frías, pesadas, con un grabado de una rosa y una espiral. Clara las giró bajo la luz mortecina de la oficina. La rosa, símbolo del amor; la espiral, del tiempo infinito. Un diseño que reconocía de algún lado… ¿Un broche que Eleanor usaba en sus fotos juveniles? Al tocarlas, una imagen fugaz la atravesó: una mujer joven (¿su abuela?) quemando cartas en una chimenea, llorando mientras las llamas devoraban sobres azules. El olor a papel quemado fue tan real que tosió.

—¿Señorita Velmont? ¿Está bien?

—Sí, solo… el cansancio —mintió, frotándose las sienes.

Esa noche, en su minúsculo apartamento de Boston, abrió la única caja que había rescatado del departamento de Eleanor. Entre fotos en blanco y negro de una niña (¿ella?) jugando en un muelle, encontró un diario cerrado con un candado oxidado. Lo sacudió, pero solo resonaron páginas vacías. Debajo, una nota escrita en la caligrafía temblorosa de su abuela: "Querida Clara: Si estás leyendo esto, he fallado en protegerte. No abras el escritorio del estudio. No respondas a las cartas. El tiempo no perdona a los curiosos".

Clara arrugó la nota y la arrojó a la caja. Siempre los mismos misterios, las mismas advertencias. Pero ahora, el runrún de la casa victoriana la llamaba desde la costa, sus ventanas rotas como ojos vacíos pidiéndole que volviera. Encendió su laptop y buscó “James Alden Maine 1946”. Solo apareció un artículo sobre un naufragio cerca de Cabo Elizabeth en noviembre de ese año. “El Dr. James Alden, médico local, desaparecido en el mar”. La fecha de su muerte coincidía con el día de su cumpleaños: 2 de noviembre. Un escalofrío le recorrió los brazos.

Al día siguiente, alquiló un auto y condujo hacia el norte. La carretera serpenteaba entre acantilados, el aire salado se colaba por las ventanas, y en la radio, una voz antigua cantaba "I’ll Be Seeing You". Clara ajustó la estación, pero la canción persistió, como si el mismo coche estuviera atrapado en 1946. Al pasar por un letrero oxidado que decía “Bienvenidos a Haven’s Point”, una bandada de cuervos despegó de un campo cercano. Uno de ellos golpeó el parabrisas, dejando una grieta en forma de reloj de arena. Clara frenó en seco, pero el ave ya había desaparecido. Respiró hondo. Solo era su mente jugándole trucos, como siempre.

Al llegar al pueblo, las miradas de los vecinos la siguieron hasta la casa. Una anciana en un porche dejó de mecer su silla para observarla con desconfianza. “Los Velmont siempre atraen fantasmas”, murmuró alguien. Clara apretó el volante. No sabía por qué, pero cada kilómetro hacia Maine le parecía un viaje hacia un abismo que, tal vez, siempre había estado esperándola.



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En el texto hay: misterio, viajeeneltiempo, aventura

Editado: 28.02.2025

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