El último adiós.
La casa se alzaba al final de un camino de gravilla, su fachada de madera descascarada por el viento y la sal. Clara estacionó junto a un roble centenario cuyas ramas arañaban las ventanas del segundo piso. El auto crujió al detenerse, como si el terreno se resistiera a su llegada. Al salir, el viento le arrancó el suéter, llevándose consigo el sonido de una risa lejana. ¿Eleanor? Se volvió, pero solo estaba el mar rompiendo contra los acantilados.
Dentro, el silencio era denso. Alfombras persas desteñidas, retratos de familia con rostros severos, y en el centro del recibidor, el reloj de péndulo. Era una pieza grotesca: tallas de criaturas marinas devorando a navegantes en su base, y un péndulo que brillaba como oro viejo. Su tic-tac resonaba como un latido enfermo. "Siempre odié ese reloj", había dicho su abuela una vez, borracha y tambaleándose frente a él. "Marca el tiempo que nos robaron". Ahora Clara entendía por qué: cada campanada era un juicio.
Subió las escaleras chirriantes, cada peldaño gimiendo bajo sus pies. En el rellano, un espejo ovalado la reflejó con el vestido deshilachado y el pelo alborotado. Por un segundo, creyó ver a Eleanor detrás de ella, joven y hermosa, con un vestido azul de los años cuarenta. “No estás lista”, susurró la imagen. Clara parpadeó, y solo quedó su propio reflejo, pálido y sudoroso.
El estudio estaba al final del pasillo, su puerta de madera negra cerrada con una cadena y tres candados. Eleanor siempre la había llamado “el cuarto del diablo”. Clara cortó la cadena con unas pinzas oxidadas halladas en una caja de herramientas bajo el fregadero de la cocina. Al empujar la puerta, un chorro de aire frío la envolvió, cargado con olor a lavanda y tinta seca. Polvo flotaba en los rayos de sol que se filtraban por las persianas rotas, iluminando partículas que danzaban como espíritus inquietos.
Y allí, contra la pared, estaba el escritorio: un mueble de roble tallado con gárgolas en las patas y un cajón central cerrado con siete cerraduras. Las tallas eran intrincadas: olas tragando barcos, relojes sin manecillas, y en el centro, una frase en latín: "Tempus edax rerum" (El tiempo devora todas las cosas). Pero lo más inquietante eran las marcas en la madera: arañazos profundos, como si alguien hubiera intentado abrirlo desde dentro.
Clara rozó los surcos con los dedos. La madera estaba caliente, vibrante, como si el escritorio contuviera un corazón latiendo. Al inclinarse, escuchó un susurro: “Clara…”. Retrocedió, tropezando con una pila de libros cubiertos de telarañas. Entre ellos, un ejemplar de “El Gran Gatsby” se abrió en una página subrayada: “El pasado no puede repetirse, ¿verdad?”. La letra era idéntica a la de las cartas que encontraría después.
El sonido la hizo girar. Algo había caído detrás de ella: el diario con candado de la caja. La llave seguía perdida, pero al tomar el libro, una esquina de papel asomó entre sus páginas. Clara tiró con cuidado: era una foto de Eleanor a los veintitantos, abrazada a un hombre alto de traje claro. Él tenía el pelo negro revuelto y una sonrisa que irradiaba melancolía. En el reverso, escrito con urgencia: «James, 1946. Perdóname».
Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿James?… Antes de que pudiera pensar más, el reloj dio las seis de la tarde, y en algún lugar de la casa, una puerta se cerró de golpe. Clara corrió escaleras abajo, pero todas las ventanas estaban selladas. En la cocina, el grifo goteaba agua teñida de rojo. ¿Sangre? Se acercó, temblorosa, pero al tocar el líquido, este se volvió transparente. ¿Alucinaciones?.
Al regresar al estudio, una nueva sorpresa la esperaba: el cajón del escritorio ahora tenía solo seis cerraduras. Y en el aire, el aroma a tabaco y salvia de la primera carta.
Editado: 28.02.2025