El Templo de las Horas Congeladas.
El camino al Reloj Primordial los llevó a un desierto donde la arena eran relojes rotos pulverizados, sus engranajes crujiendo bajo las botas como huesos de cristal. El cielo, una cúpula de vidrio agrietado, mostraba constelaciones muertas cuyas estrellas eran pupilas de relojes gigantes. Clara siguió los fragmentos de la Llave, que emitían un zumbido en sintonía con la cicatriz de eclipse en su pecho. Samuel, ahora con cabello blanco y movimientos temblorosos, cargaba una mochila con suministros robados de 2137: pastillas que ralentizaban el envejecimiento y un mapa estelar tatuado en piel sintética que se desprendía en láminas.
—El Templo está cerca —dijo Clara, observando cómo los fragmentos de la Llave flotaban hacia una duna de engranajes oxidados que chirriaban al moverse—. Huele a… electricidad estática y lágrimas viejas.
—Es el tiempo descomponiéndose —Samuel señaló una tormenta de arena en el horizonte, donde siluetas humanoides danzaban en cámara lenta, sus cuerpos hechos de fotogramas superpuestos—. Espectros de los que intentaron llegar antes. No los mires a los ojos; sus miradas contienen siglos de locura.
El Templo era una estructura de huesos de ballena y obsidiana pulida, sus muros tallados con escenas de dioses serpiente devorando sus propias colas. Al entrar, el aire se espesó como jarabe de tiempo estancado, y sus pasos resonaron en ecos de siglos pasados que susurraban maldiciones en idiomas olvidados. Estatuas de guardianes con rostros de arena los observaban, sus ojos hechos de minuteros de reloj que giraban en direcciones aleatorias.
—No toquen nada —advirtió una voz desde las sombras, seguida de un chasquido de dedos que encendió antorchas de fuego azul. Era Kai, el niño de tiempo puro, ahora de unos diez años, con cabello de mercurio que goteaba sobre su rostro de cuarzo y uñas que brillaban como estrellas fracturadas—. Madre Liora ha sembrado trampas. Incluso el aire miente aquí.
—¿Por qué ayudarnos? —Clara ocultó el fragmento de Llave tras la espalda, notando que la cicatriz en su pecho latía al unísono con el pulso de Kai—. ¿No eres su creación?
—Porque ella me encerró aquí —Kai levantó la manga de su túnica de seda atemporal, mostrando un tatuaje de cadena que lo unía al muro del Templo—. Dice que soy… defectuoso. Que mi corazón late demasiado lento para su nuevo mundo.
Samuel escaneó al niño con un dispositivo de 2137 que parpadeaba con advertencias en rojo.
—Tiene ADN temporal de Liora y James ciclo 0. Pero hay algo más… una firma de energía desconocida. Como si parte de él viniera de fuera del tiempo.
Kai los guio a través de pasadizos donde el tiempo fluía en reversa: velas que se encendían al apagarse, heridas que sangraban antes del corte, voces que susurraban despedidas antes de los saludos. En la Sala de los Espejos Líquidos, Clara vio reflejos de vidas no vividas:
Kai adulto gobernando una Atlántida restaurada, con ciudadanos de piel de coral y venas de algas.
Liora y James ciclo 0 envejeciendo juntos en una cabaña de madera flotante, tejiendo redes de estrellas.
Ella misma, Clara, como estatua de sal en el jardín del faro, musgo creciendo entre sus dedos petrificados.
—Los espejos muestran deseos, no verdades —Kai rompió uno con un gesto brusco, liberando un grito de mujer que resonó como un disco rayado—. Madre los usa para corromper. Para hacerte dudar.
En el núcleo del Templo, el Reloj Primordial colgaba sobre un altar de huesos entrelazados: un engranaje de tres metros con dientes de meteorito negro, su tic-tac resonando en los huesos como un mantra ancestral. Pero Liora ya estaba allí, fusionada al mecanismo como una araña de luz y metal, sus piernas convertidas en cables de tiempo que se enredaban en los ejes del Reloj.
—Tardaste, madre —Liora giró, su voz un coro de mil timelines superpuestos—. Kai, trae los fragmentos.
El niño obedeció, arrebatándole a Clara los pedazos de la Llave con una mirada de disculpa.
—Lo siento —murmuró Kai, mientras Liora los ensamblaba en una espada de energía pura que cortaba el aire en rebanadas de pasado y futuro—. Pero quiero un ciclo donde alguien me quiera. Donde no sea… esto.
La batalla fue un choque de realidades fracturadas. Liora lanzó estocadas que borraban décadas de existencia, dejando cicatrices en el vacío. Clara esquivó usando los espejos líquidos como portales, pero cada reflejo robaba un recuerdo:
Su primer encuentro con James en el estudio, el olor a tabaco y salvia en sus cartas.
El beso en el jardín cuántico, donde las flores cantaban sus nombres.
La muerte de Mara en sus brazos, convertida en coral bajo la lluvia de tiempo.
Samuel activó el dispositivo de 2137, creando un campo estático que ralentizó a Liora como un insecto en ámbar.
—¡Destruye el Reloj! —gritó, sangrando por los oídos y fosas nasales—. ¡Es su ancla en este plano!
Clara saltó sobre el engranaje central, la espada de Kai brillando en sus manos con luz de supernova. Pero al ver a Liora, no pudo atacar: en sus ojos brillaba la niña que salvó del naufragio, la hija que jamás abrazó.
—No eres mi enemiga —susurró Clara, dejando caer la espada que se clavó en la arena de relojes—. Eres mi mayor error. El precio de mi miedo.
Liora vaciló. Por un segundo, su armadura de luz titiló, revelando a una niña asustada con trenzas rubias y un vestido de lunares quemado.
—Madre… —murmuró, pero el Reloj reclamó su mente, forzándola a lanzar un rayo de cronoenergía que partió el aire en dos.
Kai intervino, absorbiendo la energía del golpe con su cuerpo. Su piel de mercurio se evaporó, revelando un esqueleto de cristal que brillaba con todas las tonalidades del arcoíris.
—¡Corran! —el niño se desintegró en partículas de polvo estelar, su risa mezclándose con el tic-tac del Reloj—. ¡Encuéntrenme en el próximo ciclo!
Editado: 11.03.2025