La Ciudad de los Ecos.
La Ciudad de los Ecos se alzaba como un collage de eras fracturadas: rascacielos góticos con gárgolas de silicio entrelazados con puentes de fibra óptica que latían como venas. Las pirámides, cubiertas de enredaderas digitales, proyectaban hologramas de dioses antiguos anunciando ofertas de viajes temporales. Por las calles adoquinadas, que se fundían en autopistas flotantes, pululaban los Ecos: siluetas translúcidas que repetían fragmentos de vidas ajenas en loop perpetuo. Una mujer victoriana vendía paneles solares con voz de gramófono, mientras un samurái cargaba una maleta de nanotela llena de susurros del siglo XXII.
Clara y Samuel emergieron de un portal de relámpagos estáticos, el fragmento de la Llave incrustado en un medallón de Clara que brillaba al ritmo caótico de la ciudad. En sus muñecas, tatuajes temporales marcaban 72 horas antes de quedar atrapados como Ecos, sus pieles ya mostrando parches translúcidos.
—Busquemos a Kai —dijo Clara, evitando a un Eco que repetía "¡Se acerca la tormenta!" en diez idiomas mientras sus manos se desintegraban en píxeles—. Antes que Liora convierta esta ciudad en su trono.
En la Plaza de los Relojes Quebrados, el mercado clandestino hervía con comerciantes de realidades alternas. Un vendedor ofrecía sueños prestados en cápsulas de éter, otro vendía arrepentimientos congelados en frascos de vidrio que contenían lágrimas de diamante. Entre los puestos, una figura familiar emergió: Mara, ahora un Eco estable con tentáculos de luz azul y ojos que eran réplicas exactas de los de Clara.
—Madre me reconstruyó con los recuerdos que robaste del Mercado Negro —dijo Mara, extendiendo un tentáculo que sostenía un libro titulado Historia de lo que pudo ser—. Pero sigo prefiriendo los libros a los algoritmos.
Le entregó un mapa grabado en piel de tiempo, señalando la Torre del Alba que se alzaba como una aguja de cristal ensangrentado.
—Kai está ahí, pero ya no es el niño que conociste —advirtió Mara, desvaneciéndose en un suspiro de estática—. Liora le inyectó el ADN del Reloj Primordial. Ahora es… algo más.
La Torre del Alba era una espiral de cristal que perforaba nubes de datos cifrados. Dentro, ascensores de sonido los llevaron a una sala donde el tiempo se estancaba en pozos de miel cuántica, pegajosa y brillante. En el centro, Kai (ahora un adolescente de cabello hecho de cables de fibra óptica y piel de holograma agrietado) calibraba un reactor que absorbía Ecos, convirtiéndolos en combustible para el núcleo temporal.
—Liora me obliga a alimentar este monstruo —Kai levantó la camisa, mostrando cicatrices de código binario que se movían como gusanos bajo su piel—. Cada Eco que digiere, pierdo una parte de lo que fui. Pronto seré solo… esto.
Samuel insertó el fragmento de Llave en una ranura del reactor, activando un holograma del Reloj Primordial reconstruido en Atlántida.
—Hay otra opción —dijo, mostrando un portal de luz dorada que se abría en el aire—. Usaré el núcleo para enviarte al Ciclo 0. Detén a James antes de que cree el Primer Reloj.
Clara dudó. El plan implicaba dejar a Samuel en 3023, su cuerpo ya consumido por el envejecimiento acelerado que le dejaba jirones de piel colgando como pergamino viejo.
—No hay tiempo para elegir —urgió Samuel, abrazándola con fuerzas que ya no tenía—. Recuerda… el amor fue nuestra primera arma. Úsala.
El Ciclo 0 era Atlántida en su apogeo: cúpulas de oro líquido que respiraban, jardines flotantes donde árboles de cristal cantaban en frecuencias ancestrales, y un cielo teñido de púrpura por el meteorito temporal que giraba sobre el Templo del Alba. Clara, camuflada con ropas atlantes de seda lumínica, se infiltró en el santuario donde el James original (joven, sin cicatrices, con ojos llenos de la inocencia que el tiempo aún no le había robado) trabajaba en el Primer Reloj.
—Solo un ajuste más… y Lyra vivirá —murmuraba James, conectando engranajes de crononita a un cristal pulsante.
Clara, oculta tras un pilar de mármol sonoro, vaciló. Este no era el tirano del futuro, sino un hombre roto por el amor. Al mover un pie, el pilar emitió una nota musical que resonó en la cúpula.
—¿Quién eres? —James la descubrió, empuñando un cincel de energía—. Tus ojos… los he visto en sueños. Son los ojos de alguien que perdió todo.
—Soy el Eco de un error que aún no cometes —Clara tomó sus manos, proyectándole visiones del futuro: Liora gobernando escombros con puño de hierro, Kai disuelto en un remolino de luz agonizante, ciudades devoradas por hambre de eternidad—. El Reloj no salvará a Lyra. Solo creará infinito dolor.
James lloró, abrazando el cristal que contenía el último aliento de su esposa.
—Sin ella, no soy nada.
—Eres todo lo que queda —Clara colocó el fragmento de Llave en el núcleo del Reloj, iniciando una secuencia de autodestrucción—. Destrúyelo, o condena a cada alma a repetir nuestro sufrimiento.
La explosión del Reloj envió a Clara de vuelta a 3023. La Ciudad de los Ecos se desvanecía, sus habitantes recuperando breves instantes de humanidad antes de disolverse en luz. En la Torre, Samuel yacía junto al núcleo apagado, su cuerpo casi transparente.
—Lo lograste —murmuró, entregándole un reloj de bolsillo con una foto de Lyra en su interior—. Él… me lo dio. En el último momento.
Al morir, Samuel se desintegró en partículas doradas que se fundieron con el medallón de Clara. El fragmento de Llave brilló, recreando el Reloj del Amanecer, un dispositivo que prometía ciclos nuevos, libres del peso del pasado.
Pero en el horizonte, Liora emergió del humo, su cuerpo fusionado con Ecos y tecnología: una titán de tiempo puro con cabello de tormenta eléctrica y ojos que eran portales a universos colapsados.
—Madre —rugió, su voz un terremoto de realidades colapsando—. Jugaremos esta partida… por siempre.
Editado: 11.03.2025