La herencia del silencio

Capítulo 22

Las Lágrimas de Aión.

El aire olía a metal oxidado y azufre, como si el tiempo mismo se hubiera vuelto veneno. Clara flotaba sobre un París que no era el suyo, donde la Torre Eiffel se alzaba como una aguja de hielo negro, sus aristas goteando segundos solidificados que se estrellaban contra el suelo en cristales musicales. Cada paso que daba —si es que aquel movimiento sin peso, más cercano a un latido que a un desplazamiento, podía llamarse «paso»— desgarraba el aire en ondas de estática. Los transeúntes caminaban hacia atrás, sus bocas abiertas en gritos mudos que dibujaban espirales en el aire, sus ojos vacíos como espejos rotos que reflejaban paisajes que jamás existirían. En su pecho, donde alguna vez latió un corazón de carne, un reloj de engranajes dorados marcaba un año imposible: -El colapso de las leyes del tiempo: En un universo donde pasado, presente y futuro se mezclan-, sus agujas girando en direcciones opuestas cada vez que una realidad colapsaba. Era el cuarto mundo fracturado que visitaba desde que se fusionó con el tiempo, y el primero donde los Ecos Libres no la atacaban al detectar su presencia.

El Eco apareció como una mancha de tinta derramada sobre un lienzo de horas. Su cuerpo, compuesto de minutos robados y suspiros congelados, emitía un zumbido de abejas atrapadas en ámbar. Clara esperaba el ataque, pero la criatura extendió un brazo translúcido, revelando un mapa tallado en su propia carne temporal: cicatrices que se entrelazaban como ríos de tinta convergiendo en un único punto. Isla de San Brandán, 1498. Clara reconoció el nombre de un mito náutico, un lugar fantasma que los navegantes medievales buscaron en vano, un espejismo que ahora latía bajo su piel como una herida. Antes de desintegrarse en un suspiro de arena movediza, el Eco susurró con voz de viento entre páginas quemadas: "No queremos destruir el pasado, Guardiana... solo olvidar el dolor de existir en un bucle de sombras".

Mientras Clara intentaba descifrar el mensaje, a tres siglos y medio de distancia, Kai sudaba sangre bajo su armadura de cobre en el Museo de Errores Temporales. Los muros de mármol translúcido del edificio crujían bajo el peso del Péndulo de Foucault, reconvertido en arma de dilatación temporal. Cada oscilación borraba un año de historia, comenzando por 1851, y la maqueta de Atlántida bajo su vaivén ya no era más que polvo de esmeralda. Kai esquivaba no solo las garras de tiempo invertido que los Ecos Libres lanzaban —fragmentos de futuros cancelados que envejecían todo lo que tocaban—, sino también los fantasmas que proyectaban. Uno tomó la forma de Samuel, el fiel ayudante de Clara, y gritaba con su voz distorsionada: "¡Tú me mataste tanto como ella! ¡Eras el Guardián!". Otro Eco mostraba a Liora, la niña que Clara no pudo salvar, balanceándose en un columpio oxidado de un parque que jamás existió, sus risas convertidas en chillidos de gaviotas agonizantes.

Kai apretó el Cetro de Cronocauterio hasta que el calor le quemó las palmas. El artefacto, forjado con fragmentos del meteorito original, emitía un brillo púrpura que teñía las sombras de incertidumbre. Entonces, una voz le llegó no por los oídos, sino desde el hueco de sus costillas, donde guardaba el reloj de bolsillo de Clara: "Rompe el espejo, Kai. El que está sobre el péndulo". Alzó la vista hacia el vitral del techo, donde una versión alterna de Miguel Ángel había pintado un Juicio Final con ángeles mecánicos y demonios de relojería. Sin dudar, disparó. El cristal estalló en una sinfonía de luz fracturada, y los rayos del sol filtrándose por los fragmentos se volvieron líquido ámbar, petrificando el péndulo en un bloque de tiempo cristalizado.

En San Brandán, Clara pisó una playa de arena negra que crujía como huesos molidos. La isla era un cadáver de madera y metal: drakkars vikingos yacían entre naves del 3023, sus cascos perforados por algas fosforescentes que susurraban profecías en lenguas muertas. Bajo una luna triplemente partida —cada fragmento mostrando una fase distinta— encontró un diario encuadernado en piel de tiburón. Sus páginas olían a sal y óxido, y la letra temblorosa de una niña mezclaba español antiguo con código binario. "Liora-1498", decía la portada, y en la primera página se veía un dibujo infantil de un barco navegando sobre un mar de relojes. La última entrada mostraba una mujer de cabellos hechos de humo y un reloj incrustado en el pecho: "Papá dice que el cielo está enfermo. Hoy dibujé a la dama de mis sueños. Ella llora relojes que se convierten en mariposas. ¿Será la muerte, o el ángel que papá prometió?".

Al tocar el papel, Clara fue arrastrada a un recuerdo ajeno. Vio a Liora-1498, de no más de siete años, abrazando un meteorito que cantaba con la voz de James. Las trenzas de la niña ardían en llamas verdes, y sus ojos brillaban con un conocimiento que no pertenecía a ningún humano. "¡Es hermoso!", reía, mientras el fuego la consumía. Entonces, un hombre idéntico a Kai, pero con cicatrices de quemaduras en el rostro y un traje de cuero medieval, emergió de entre los escombros. Recogió un fragmento del meteorito aún humeante y murmuró: "Lo siento, Clara. Volveré a fallarte en el próximo ciclo".

De vuelta en la Sala de Guardianes —un espacio atemporal donde los muros eran relojes detenidos con sus manecillas arrancadas—, Kai enfrentaba un juicio muy distinto a los que imaginara. Los tres ancianos, cuerpos envueltos en vendas de pergamino horadado que revelaban constelaciones bajo su piel, flotaban ante él como buitres de tinta. "Tu lealtad a la entidad Clara corrompe el flujo", acusó uno, señalando un futuro proyectado en el aire: Clara, convertida en un titán de horas devoradoras, arrasaba ciudades cuyos nombres parpadeaban y morían en su boca de engranajes. "Ella no es humana. Ni siquiera es un Eco. Es un cáncer", añadió otro, sus palabras haciendo sangrar los oídos de Kai.

Pero él sintió rabia, no por la visión, sino por la certeza de que ocultaban algo. Con un rugido, rompió su cetro contra el suelo de obsidiana. La energía liberada hizo temblar los relojes, y por primera vez en milenios, sus mecanismos chirriaron como bestias despertando. "Prefiero caer con ella que reinar en vuestra mentira de orden", escupió, mientras el tic-tac del reloj de Clara en su sangre se volvía un redoble de guerra.



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En el texto hay: misterio, viajeeneltiempo, aventura

Editado: 11.03.2025

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