El Latido del Último Reloj.
La Torre del Tic-Tac respiraba. Sus paredes, una amalgama de costillas humanas y engranajes oxidados, se expandían y contraían al ritmo de un corazón que ya no era humano. Kai avanzaba entre los arcos de vértebras entrelazadas, cada paso suyo haciendo crujir fémures convertidos en baldosas. El aire olía a cobre viejo y aceite quemado, una mezcla que le recordaba a las máquinas de escribir de la biblioteca donde conoció a Clara. En su brazo petrificado, el fragmento de espejo emitía pulsos ámbar, proyectando hologramas difusos: Clara en 1946, sentada bajo el roble cuántico con un cuaderno abierto; Clara en 3023, luchando contra enredaderas de tiempo que estrangulaban los muros de una ciudad flotante. Las imágenes titilaban como velas en un viento maldito, recordándole que cada segundo aquí le costaba un año de su vida en otro lugar.
"Encuentra el núcleo", había susurrado la voz de Samuel desde el espejo horas atrás, cuando aún podía distinguir el presente del pasado. Ahora, esas palabras resonaban en su cráneo como un mantra, mientras las sombras de la torre se retorcían en formas que su mente rechazaba comprender. Criaturas de relojería y carne podrida se arrastraban por los rincones, sus ojos hechos de esferas de cristal marcando horas que no existían. Kai apretó la daga de obsidiana que llevaba en el cinturón, tallada con los nombres de los Guardianes caídos. Cada letra brillaba con un fulgor pálido, como estrellas agonizantes.
El núcleo del Último Reloj esperaba en el altar mayor, una cámara circular donde el tiempo se desgarraba en jirones. El mecanismo era una obra de perversidad hermosa: un engranaje gigante construido con fémures de James, cada hueso tallado con runas que destilaban un líquido dorado. Las inscripciones contaban historias de ciclos fallidos—amores que nunca florecieron, guerras que se repitieron como ecos—y en el centro, un péndulo de cristal oscilaba sobre un vacío que devoraba la luz. Kai sintió el peso de la cicatriz en su pecho, una marca en forma de espiral que Clara le había dejado al despedirse. "Esto no es solo un reloj", murmuró, mientras el péndulo aceleraba su ritmo. "Es una tumba para todo lo que fuimos".
Cronos-Liora-0 emergió de las sombras como un tumor en la realidad. Su cuerpo era una pesadilla tejida con retazos de tiempo: torso de niña cubierto de escamas de relojería, piernas de serpiente hechas de segundos compactados, ojos que mostraban galaxias colapsando en bucles infinitos. Al hablar, su voz era un coro de susurros—Lioras de mil realidades gritando, riendo, suplicando—. "Eres predecible, Guardián", dijo, mientras el péndulo dibujaba fracturas en el aire. "Crees que destruir el núcleo salvará a Clara… pero solo condenarás sus fragmentos a vagar en el vacío".
Kai no respondió. En lugar de eso, clavó la daga en el suelo, liberando una onda de energía que hizo temblar los cimientos de la torre. Los huesos de James resonaron con un lamento antiguo, y por un instante, vio sus caras—cientos de Jameses de ciclos pasados—superponerse en el aire. "No soy su Guardián", dijo, mientras el fragmento de espejo en su brazo comenzaba a sangrar luz. "Soy el eco de alguien que eligió recordarla… y eso basta".
Cronos-Liora-0 lanzó un aullido que destrozó los vitrales de tiempo que coronaban la cámara. Vidrios de siglos pasados llovieron como dagas, y de las grietas emergieron los Ecos Hambrientos—criaturas con bocas de engranajes y dedos de arena. Kai esquivó el primer ataque, pero una de las criaturas lo alcanzó en el hombro, sus dientes de relojería clavándose en su carne. El dolor fue distinto a todo lo conocido: no era físico, sino una ausencia. El Eco le robó el recuerdo de su primer encuentro con Clara, dejando solo un vacío nebuloso donde antes había una biblioteca en llamas, una mano extendida, una sonrisa que prometía complicidad.
"¿Kai?", había dicho ella, con voz que ahora era solo estática en su mente. "Samuel me habló de ti".
Rugió, no de dolor, sino de rabia, y apuñaló al Eco con la daga. La criatura se desintegró en una nube de números romanos, y el recuerdo regresó, pero corrupto—Clara tenía ojos vacíos, y Samuel yacía muerto a sus pies—. "Mentiras", tosió, mientras más Ecos se acercaban. "Sus mentiras no me romperán".
Fue entonces cuando Elvira apareció en el umbral, un fantasma de trenzas deshilachadas y pies ensangrentados. Aún vestía el delantal del orfanato de 2137, y el reloj-meteorito colgaba de su cuello como un amuleto maldito. Sus ojos, sin embargo, ya no eran los de una niña: brillaban con la amargura de mil Elviras fallidas. "Yo activaré el Reloj", dijo, mostrando las palmas llenas de ecuaciones grabadas con uñas. "Es mi deuda… y mi redención".
Kai intentó detenerla, pero ella corrió hacia el engranaje con una determinación que heló su sangre. Al tocar los huesos de James, el reloj-meteorito cobró vida, absorbiendo su energía vital como una esponja ávida. La piel de Elvira se transparentó, revelando venas de mercurio y huesos de cristal. "¡Detente!", gritó Kai, pero las palabras llegaron tarde. Con un suspiro que sonó a melodía de cuna, Elvira se desintegró en partículas doradas, su última sonrisa dirigida no a él, sino al recuerdo de un James que jamás existió.
"Dile a Clara…", susurró su voz desde la nada, "…que el roble siempre tuvo raíces".
El Último Reloj se activó con un estruendo que resonó en todas las eras. En 1946, Clara se desplomó bajo el roble cuántico, su cicatriz ardiendo como un sol en miniatura. En 3023, los androides colapsaron en calles inundadas de lágrimas de silicio, sus sistemas sobrecargados por el latido del tiempo. Kai, ahora de rodillas frente al engranaje monstruoso, sintió la verdad en sus huesos: el Reloj no marcaba horas, sino finales. Cada giro del péndulo borraba un fragmento de Clara, convirtiéndola en polvo de estrellas en algún rincón olvidado de la existencia.
Editado: 11.03.2025