La herencia del silencio

Capitulo 42

EL SUSPIRO DE CRONOS

El Latido del Vacío

El mundo sangraba cicatrices. Desde el roble cuántico donde Clara estaba fundida, veía cómo el cielo de Nueva York se desgarraba en jirones de tiempo. Las auroras boreales del 3023 se enredaban con las nubes de polvo radiactivo del 2023, mientras edificios de 1946 se desintegraban en pétalos de mármol y óxido. En el centro del caos, Cronos —o lo que quedaba de él— alzaba las manos. Su cuerpo ya no era de pergamino y galaxias, sino de luz fracturada, un caleidoscopio de instantes fallidos.

—Es hora —susurró, y su voz fue un coro de millones: Lioras llorando, Claras maldiciendo, Kais cantando la nana que nadie recordaba—. De que todo termine.

La Desconexión Final comenzó con un gemido. No provenía del aire, sino de las entrañas de la realidad misma. Clara sintió cómo las raíces del roble se retorcían: cada una era un bucle temporal, y ahora se deshilachaban como hebras de un tejido podrido. A lo lejos, en lo que alguna vez fue Central Park, los sobrevivientes de la Coalición gritaban mientras sus cuerpos se desvanecían en espirales de tiza y humo.

—¡No puedes permitir esto! —Elvira emergió de entre las grietas, su reloj-meteorito brillando con intensidad febril. Su pelo plateado ahora era ceniza, y las raíces del roble le atravesaban las piernas, manteniéndola anclada a Clara—. ¡Él no entiende que borrar los bucles nos destruirá a todos!

Clara intentó responder, pero su voz era el crujir de las ramas. Desde que se fusionó con el árbol, sus pensamientos eran estaciones de tren fantasma: andenes vacíos donde los recuerdos de Kai y Liora chocaban sin destino.

Cronos giró hacia ellas. Sus ojos eran dos agujeros negros rodeados por constelaciones moribundas.

—Tú —señaló a Elvira, y el suelo bajo sus pies se convirtió en un espejo que mostraba su pasado compartido: dos niños en un campo de trigo, tallando relojes de madera bajo la luna del 1983—. Me enseñaste que el tiempo podía ser hermoso. ¿Recuerdas?

Elvira retrocedió, pero las raíces no se lo permitieron. El reloj-meteorito en su pecho latía como un corazón enfermo.

—Eras mi hermano —murmuró—. Antes de que el Jardín del Alba te corrompiera.

—¡No! —Cronos golpeó el aire, y el espejo se hizo añicos—. Fue Clara quien me condenó. Su miedo, su culpa… me convirtieron en esto.

Una explosión de sonido —¿un violín? ¿un grito?— atravesó la plaza. Las leyes de la física se descompusieron: autos volaban como hojas secas, edificios flotaban en cámara lenta, y la sangre de los caídos subía hacia el cielo en gotas de mercurio.

Clara, desde su prisión de corteza y savia, sintió la verdad: Cronos no estaba destruyendo el tiempo… estaba revelando lo que siempre estuvo debajo. El vacío. El silencio primordial donde ni siquiera los dioses se atrevían a mirar.

Elvira se aferró a una de las ramas del roble. Su respiración era irregular, y cada exhalación liberaba chispas de tiempo invertido.

—Hay una manera —susurró, mirando a Clara con ojos de tormenta—. El Roble Sagrado… puede contenerlo. Pero necesito… —tocó el reloj-meteorito—. …darle un núcleo. Algo que lo alimente.

Clara entendió antes de que Elvira terminara. El roble se alimentaba de sacrificios: Kai había dado su brazo, ella su humanidad. Ahora era el turno de Elvira.

—No —logró decir Clara, aunque las palabras le quemaban la garganta—. Tú… redimiste tu legado.

—Mi legado —Elvira sonrió, y por un instante, Clara vio a la niña que fue: la que robaba manzanas en el mercado de 1983 y escondía pájaros heridos bajo su cama—. Fue siempre él.

Señaló a Cronos, que ahora flotaba sobre el vacío, cantando una melodía que hacia temblar los cimientos de las eras.

—¿Sabes por qué seguí tus ciclos, Clara? —Elvira desprendió el reloj-meteorito de su pecho. Debajo, había un hueco lleno de raíces—. Porque esperaba que en uno… él volviera a ser mi hermano.

Antes de que Clara pudiera detenerla, Elvira clavó el reloj en el tronco del roble. El impacto resonó como un latigazo cósmico.

El roble estalló en luz. Las raíces se extendieron como serpientes de oro líquido, envolviendo a Cronos en una red de tiempo puro. Él gritó, pero su voz ya no era de ira, sino de alivio.

—Hermana… —murmuró, mientras las raíces le cerraban los ojos—. ¿Recuerdas el nombre que me diste?

Elvira, ahora con el cuerpo transparente y las venas convertidas en filamentos de cuarzo, tocó su rostro.

—Samuel —susurró—. Te llamabas Samuel.

El vacío se detuvo. Por un instante, todo fue silencio.

Entonces, el roble absorbió a Cronos. Sus partículas se fundieron con la savia, y donde estuvo su corazón, floreció un fruto de cristal que mostraba la escena imposible: Elvira y Samuel, viejos y grises, sentados bajo el roble en un atardecer sin fin.

Elvira cayó de rodillas. Su cuerpo se deshacía en hojas de calendario, cada una marcada con fechas de ciclos fallidos.

—Cuídalos —le dijo a Clara, mientras el viento se llevaba sus últimas partículas—. A todos.

La Desconexión Final se detuvo. Las grietas en el cielo se cerraron, dejando cicatrices en forma de constelaciones nuevas. En el centro de Nueva York, el roble cuántico —ahora Roble Sagrado— se alzaba como un titán de corteza dorada. En sus ramas colgaban relojes silenciosos, cada uno marcando una hora diferente: el instante exacto en que cada personaje había sido feliz.

Clara, aún fusionada con el árbol, sintió el peso de las eras en sus raíces. Pero ahora había una diferencia: Elvira y Cronos —Samuel— bailaban en su savia, dos fantasmas riendo en un jardín que solo ellos veían.

En las profundidades del Intersticio, Kai observó. Su forma estelar titiló, y por un momento, Clara juró sentir su mano en la suya.

—No estás sola —susurró su voz en el viento—. Nunca más.

Y en 1983, en un campo de trigo olvidado por el tiempo, un niño llamado Samuel y una niña llamada Elvira plantaron una semilla. No sabían que crecería hasta tocar el cielo.



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En el texto hay: misterio, viajeeneltiempo, aventura

Editado: 11.03.2025

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