CAPITULO 5
Marco, vestido de uniforme de doctor entró a la habitación de Diana con una sonrisa torcida en el rostro. Cuando vio a la chica, despierta y visiblemente confundida, sintió una punzada de satisfacción.
—Hola, Diana —dijo, acercándose con una jeringa en la mano—. Me llamo doctor Méndez. Necesito ponerte una inyección.
***
Irwin casi se quedaba dormido en la silla del pasillo. De repente abrió los ojos y vio a un médico entrar a la habitación de Diana. El chico se levantó rápidamente y se acercó a la puerta de habitación. Abrió un poco la puerta para escuchar lo que estaba pasando adentro.
“—Hola, Diana —escuchó Irwin la voz del hombre —Me llamo doctor Méndez. Necesito ponerte una inyección.
“Es muy raro, pensó Irwin, justo ahora una inyección” —pensó el chico y entró a la habitación.
Al ver a Irwin de nuevo Diana pegó un susto.
—¡Doctor, por favor sáquenlo de acá! —gritó Diana señalando a Irwin.
Marco se dio vuelta sorprendido con la jeringa en la mano.
Unos segundos pasaron como una eternidad.
Irwin abrió la boca para decir algo en su defensa, pero en vez de eso miró a Diana.
—¡No es un doctor! —dijo el chico.
La cara de Marco se puso tensa. Parece que ahora mismo va a necesitar dos inyecciones para terminar el trabajo.
—¡Como usted se atreve! —dijo Marco a Irwin con un tono amenazante.
En vez de responder, Irwin se acercó rápidamente a Marco, le arrancó el cartelito del uniforme y lo tiró en la cama, enfrente de Diana.
El cartel decía: “Dra. Silvina Gómez”.
En ese instante, todas las alarmas sonaron en la cabeza de la chica.
“No puede ser que soy tan estúpido” —pensó Marco mirando el maldito cartel.
En el momento Marco volvió su atención hacia Irwin. Levantó la mano con la jeringa. En un instante, la tensión se convirtió en caos. La jeringa brilló en la luz fluorescente, y la pelea estalló. Irwin lanzó una piña en el rostro de Marco. El doctor falso cayó hacia atrás, pero rápidamente se repuso.
—¿Qué te parece esto? —rugió Marco, sacando una pistola de su bolsillo y apuntando a Irwin.
Irwin contuvo la respiración, la adrenalina corriendo por sus venas. Pero justo cuando el Marco estaba a punto de disparar, cambió de opinión y redirigió el cañón hacia Diana. La decisión fue un error fatal.
—¡No! —gritó Irwin con desesperación, lanzándose hacia Marco una vez más. Los dos hombres se estaban forsejeando sobre la cama de Diana aplastando a la chica. En la lucha que siguió, el arma se disparó, el estruendo resonando en la habitación y el proyectil voló hacia el techo, dejando un agujero.
Irwin le disparó a Marcó en el brazo. Marco cayó al suelo con un gemido seco, mientras Irwin permanecía de pie, con el arma aún humeante en su mano.
Irwin, respirando pesadamente, se giró hacia Diana, que lo miraba con los ojos desorbitados, atemorizada.
—¡Levántate, nos vamos! —dijo Irwin.
Diana miró a Irwin con los ojos aterrorizados.
—¡¿No me escuchaste?! — gritó Irwin.
Pero Diana apenas podía respirar. Su pecho subía y bajaba con rapidez, sintiendo el frío metal de la camilla bajo su piel. Sus ojos, aún desorientados por el dolor y la confusión, se fijaban en la violenta escena que se desarrollaba frente a ella. El sonido de los golpes resonaba en las paredes estériles de la habitación del hospital, seguido por el eco ensordecedor de un disparo.
—¡Tenemos que irnos! —dijo él con voz firme, avanzando hacia ella con decisión.
Diana retrocedió, tratando de apartarse como pudo en la camilla, pero su cuerpo estaba débil. El miedo le recorría cada centímetro, paralizándola. Estaba frente a un hombre armado que acababa de disparar a otro. Nada de esto tenía sentido. ¿Por qué estaba pasando? ¿Por qué ella?
—¡No me toques! —gritó Diana, tratando de liberar sus piernas envueltas en las sábanas.
—¡Si vamos caminando no llegaremos lejos! —dijo Irwin.
El chico guardó el arma, tomo el riel de la camilla y la empujó la hacia la puerta de la habitación. Afuera, los pasos de los médicos y guardias de seguridad se oían cada vez más cerca, el caos creciendo a medida que el eco del disparo llenaba los pasillos.
Diana trató de moverse para bajarse de la camilla.
—¡Ahora te quedas quieta! —le gritó Irwin —¡Agárrate bien!
Diana obedeció y se agarró de los bordes de la camilla, sosteniendose como podía. El corazón de la chica latía desbocado, mientras su mente se debatía entre el instinto de escapar y la incapacidad de confiar en el hombre frente a ella. ¿Qué opción tenía? Se sentía atrapada entre dos horrores: quedarse allí y enfrentarse a la muerte, o confiar en alguien que también parecía letal.
—¡Ayuda! —de repente gritó Diana con todas sus fuerzas a la gente que los rodeaba mientras la camilla a toda la velocidad corría por el pasillo.
Irwin soltó un gruñido de frustración. Empujaba la camilla a toda prisa por el pasillo, esquivando a las enfermeras que se apartaban con miradas atónitas. Las luces del techo pasaban en un borrón blanco y frío mientras los gritos de Diana resonaban en cada rincón del hospital.
—¡Cállate! —siseó Irwin entre dientes, pero su voz era casi inaudible bajo el sonido creciente de los guardias que corrían hacia ellos.
Diana sentía que sus fuerzas se desvanecían con cada segundo que pasaba, pero su miedo seguía alimentando su lucha.
Finalmente, la tensión llegó a un punto crítico. Al girar en una esquina, tres guardias de seguridad aparecieron frente a ellos, con las armas desenfundadas y las miradas determinadas.
—¡Alto ahí! —gritó uno de los guardias, apuntando directamente a Irwin.
El mundo se detuvo. Diana, jadeando, miraba a los guardias, luego a Irwin, sin saber qué esperar. Pero Irwin no se detuvo. Con una velocidad y precisión asombrosas, giró la camilla en dirección opuesta y corrió hacia una salida lateral del pasillo, chocando contra los médicos que no sabían si ayudar o huir.