La Herencia Maldita. Libro I

CAPITULO 8

CAPITULO 8

Irwin salió de la casa con el pulso acelerado, una mezcla de frustración y un oscuro impulso tambaleando en su pecho. La conversación con Raúl había dejado en él una sensación de inquietud, un peso que no podía sacudirse. Adriana, con sus constantes dudas sobre su lealtad, había hecho el resto: encender en él la chispa de una rabia contenida, una que le ardía por dentro y lo impulsaba a buscar un escape desesperado, aunque fuera en el fondo de una botella.

Condujo sin prestar atención a la dirección. La noche lo envolvía mientras el motor rugía bajo sus manos temblorosas. Al llegar a un bar en las afueras, apagó el auto, sintiendo el frío cortante del aire nocturno en su rostro al bajar. La música, amortiguada y grave desde el interior, le atrajo como un susurro tentador. Entró, inmerso en la penumbra del lugar, y se acercó a la barra con pasos firmes, pidiendo una bebida lo suficientemente fuerte como para aturdir sus pensamientos y enterrar, aunque fuera por un momento, el dilema que lo atormentaba: Diana.

Cada sorbo ardía en su garganta, como si con cada trago pudiera deshacerse del peso de sus recuerdos. Raúl... Adriana... Diana. Su mente era un laberinto de imágenes entrelazadas. Veía a Diana vulnerable, en peligro, presa fácil para los planes de Raúl. ¿Por qué debería importarle? Sabía quién era Raúl y lo que implicaba su lealtad, había aprendido a vivir con las reglas del juego... hasta ahora.

Por un instante, imaginó qué sería dejar todo atrás: abandonar a Diana a su suerte, retomar su vida con Adriana, volver al trabajo sucio de siempre y aceptar que un día el destino le pasaría factura, en prisión o, peor aún, en una zanja olvidada. Pero entonces, el recuerdo de Diana lo alcanzaba otra vez, con su mirada perdida y la fragilidad que la envolvía. No se merecía lo que le estaban haciendo.

Con el calor de la bebida nublando su juicio y el ruido del bar llenando sus sentidos, sacó una moneda. Necesitaba que el azar decidiera por él. Un lado significaría seguir su vida con Adriana y Raúl; el otro, proteger a Diana, aunque eso le costara todo. Colocó la moneda entre sus dedos y la lanzó al aire. El frio metal empezó a girar reflejando las luces del bar, girando como si el destino jugara con él, hasta que cayó sobre la barra, girando en círculos, haciendo eco en la madera. Finalmente, se detuvo.

La cara de un prócer, en relieve, parecía sonreírle burlonamente desde la moneda. Irwin la miró con una mezcla de desafío y resignación, luego la tiró al suelo con desprecio. Que pase lo que tiene que pasar. Se levantó de la barra, tanteó la culata de su pistola bajo la chaqueta y salió del bar, decidido a seguir el rumbo que le había marcado la moneda.

Irwin regresó al auto e incendió el motor. Conducía por las calles vacías, yendo a la casa donde tenían a Diana como rehén. A la calle España 2233.

Al llegar, aparcó el auto enfrente de la casa. No sabía cuánto tiempo le queda hasta que Raúl la venga a buscar a la chica.

Entró a la casa. Escuchó la voz de uno de los guardias.

—¡Me hiciste una trampa, no tenías el as! —dijo uno de ellos, con la voz amenazante.

Al entrar a la sala vio a tres guardias sentados en la mesa jugando cartas.

Al verlo, los hombres cortaron la conversación y lo miraron con sorpresa.

—Hola chicos —dijo Irwin.

Ninguno de los tres le contestó. Solo seguían mirando.

—¿Dónde está la chica? —preguntó Irwin— Raúl me ordenó que la llevaría a su casa —dijo, tratando de sonar convincente.

Uno de los guardias tiró las cartas en la mesa y lo miró con escepticismo. —¿Por qué no nos avisaron?

—Debe ser por la urgencia —dijo Irwin.

El hombre sacó su celular —Voy a llamar a Raúl.

Mientras el guardia marcaba el número, Irwin se acercó a la mesa y lanzó una piña en la cara del hombre. El vigilante voló atrás con la silla, cayó a piso y se quedó desmayándolo. El teléfono saltó de su mano crujiendo con el plástico roto.

En un segundo los otros dos guardias ya estaba de pie.

Irwin sacó la pistola y apuntó a los dos hombres. —¡Manos arriba, no hagan locuras! —gritó amenazante. Los guardias, sorprendidos, levantaron las manos. Sin perder tiempo, Irwin desarmó a ambos, los ató con sus propios cintos y los dejó en piso.

Respirando profundamente y se dirigió a la habitación de Diana. Abrió la puerta con prisa y la encontró sentada en la cama con los ojos de miedo. —¡Diana, tenemos que irnos! —exclamó, acercándose a ella.

Ella lo miró, aterrorizada. —¿Otra vez tú? ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Porque te quieren matar! El hombre con quien hablaste está planeando entregarte a tu tío Carlos. ¿Entiendes lo que significa?

Diana vaciló—¿Por qué te tengo que creer? —preguntó.

—Porque es la tercera vez que te estoy salvando la vida, ¿te parece poco?

Irwin la tomó de la muñeca y la llevó a la fuerza. Diana intentó resistirse, pero el miedo en su mirada se mezclaba con una creciente comprensión de la realidad.

Al salir de la habitación, Irwin la empujó hacia la puerta principal, sintiendo el peso de cada segundo que pasaba. Los guardias atados estaban en el suelo mirando a ellos con un odio infernal. Diana los miró aterrorizada.

—¡Vamos, rápido! —dijo Irwin arrastrándola.

Subieron al auto. Irwin bloqueó las puertas.

—¿Y eso para qué? —preguntó Diana.

Irwin sonrió.

—Yo sé que te gusta tirarse de los autos en movimiento, pero hoy no tengo ganas de ir a un hospital.

Diana también sonrió, aceptando el chiste.

—¿Y cuál es el plan?

—Conozco un motel chico —dijo Irwin.

Mientras iban yendo la mente de Diana ardía por preguntar a Irwin por que hace todo esto por ella. Ella no era una chica inocente para creer que ahora está en manos de su ángel de guarda. Pero la chica decidió centrarse en las posibilidades en escapar de este chico, del mafioso que la tenia de rehén y también de su tío que ahora la quiere matar.




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