Diana casi no podía sostener la pistola por el temblor que sacudía su mano. Raúl se acercó a ella con una sonrisa que apenas disfrazaba la amenaza en sus ojos y murmuró:
—¿Qué esperas, Diana? Tu mayor enemigo está justo frente a ti. Carlos, el hombre que te quitó todo ahora está en tus manos.
Diana, pálida, se quedó sin palabras. Los recuerdos de su tío manipulándola, de la traición y la pérdida de su padre, pasaron como un torbellino en su mente. Aun así, no fue capaz de moverse. Sintió un nudo en la garganta mientras el miedo le retorcía cada músculo de su cuerpo.
Raúl, impaciente, la agarró con brusquedad del brazo, acercándola a Carlos. Diana sintió el frío del cañón de la pistola cuando él la presionó contra su piel. Entonces, Raúl tomó su mano con la pistola y apuntó el cañón a Carlos.
—Vamos, Diana. Demuéstrale que ya no eres la niña indefensa que él cree.
Carlos, con la cara descompuesta por el terror, dio un paso atrás, levantando las manos como si pudiera frenar lo inevitable.
—¡Por favor, Diana, no! Yo... yo no quería hacerte daño. ¡Estoy dispuesto a devolverte todo!
Diana sintió cómo se le apretaba el corazón, y las lágrimas comenzaron a correr por las mejillas. La pistola se sentía pesada, pero aún más pesadas eran las palabras de Raúl, que resonaban en su mente. Miró a Carlos y vio a un hombre reducido al miedo, tan diferente del tío que alguna vez la trató como a una niña indefensa. Cerró los ojos con fuerza, incapaz de enfrentarse a lo que se esperaba de ella, y sacudió la cabeza.
—No puedo... —susurró, con la voz casi ahogada por un sollozo—. No puedo hacerlo.
Raúl suspiró, y con un movimiento rápido, sujetó la mano de Diana con firmeza, ajustando su agarre sobre la pistola para que no temblara. Diana sintió el control absoluto de Raúl sobre ella mientras él guiaba el cañón del arma a Carlos. El “heredero legal” de los bienes del padre de Diana retrocedió otro paso, con los ojos abiertos de par en par.
—Diana —gruñó Raúl—. Este hombre tiene que pagar por lo que te hizo.
Diana cerró los ojos con fuerza, deseando desaparecer, deseando que todo aquello fuera solo una pesadilla.
Raúl usando el dedo de Diana apretó el gatillo.
El estruendo de los disparos atravesó el aire, un sonido seco y brutal que le perforó los oídos. Sintió la fuerza del retroceso en su brazo y el cuerpo de su tío desplomándose frente a ella. Todo ocurrió tan rápido que apenas pudo comprenderlo. Cuando abrió los ojos, el cuerpo de su tío ya estaba tirado en el piso.
Con un grito ahogado, Diana dejó caer la pistola con un ruido metálico sobre el cemento.
La chica sintió que las piernas se aflojaron, pero antes de que cayera, Raúl la envolvió en un abrazo firme, casi paternal.
—Shh, tranquila, Diana, tranquila... —murmuró con una voz que intentaba ser suave, mientras ella lloraba desconsoladamente contra su hombro—. Hiciste lo que tenías que hacer.
Diana sollozó con fuerza, con el rostro enterrado en el hombro de Raúl, mientras sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor. El hombre que la sostenía seguía susurrándole palabras de consuelo, pero sus ojos fríos se dirigieron a uno de sus guardaespaldas, quien asintió en silencio. Rápidamente, el guardaespaldas se acercó a la pistola, levantándola con un pañuelo para no dejar huellas, y la guardó en una bolsa de plástico transparente antes de esconderla en su bolsillo.
Raúl acarició el cabello de Diana mientras mantenía su rostro oculto en su pecho.
—Ahora, Diana —susurró, con una voz que apenas disimulaba su satisfacción—, eres la única heredera de todos los bienes de tu padre. Este es solo el comienzo de lo que puedes lograr... de lo que podemos lograr juntos.
Diana siguió temblando en sus brazos, incapaz de imaginar cómo un acto que debía sentirse como justicia la dejaba tan vacía y rota por dentro. Las sombras de la fábrica parecían alargarse, y aunque Raúl le ofrecía consuelo, su abrazo le pesaba como una cadena.
En ese momento, el sonido de sirenas resonó a lo lejos, acercándose rápidamente. Raúl maldijo en voz baja.
Se giró hacia sus hombres y señaló a los autos.
—¡Nos vamos!
Antes de poder reaccionar, Diana fue arrastrada a uno de los vehículos.
Carlos se quedó en medio de los cadáveres, siendo uno de ellos.
Las sirenas seguían acercándose.
***
Adriana tragó saliva, sintiendo cómo el odio se mezclaba con la pena que se retorcía en su interior. Se le formó un nudo en la garganta.
——Levántate y date la vuelta, Irwin —le ordenó—. No puedo dispararte si me estás mirando.
Irwin dudó por un instante, como si en ese momento quisiera grabar su rostro en la memoria antes de que todo terminara. Pero finalmente obedeció. Se levantó tambaleando con las manos esposadas y se dio la vuelta despacio. Levantó la mirada al cielo nocturno. Las estrellas titilaban con una frialdad que reflejaba el mismo vacío que sentía en su pecho. Se concentró en el sonido de su respiración, en la tierra bajo sus pies, y se preguntó si ese sería su último momento de calma antes de que el disparo rompiera la noche.
De repente, un estruendo cortó el aire. El dolor le atravesó las manos del chico.
Sintió cómo las esposas se soltaron. El metal se partió y se cayó al pasto silenciosamente.
Irwin se dio vuelta.
Adriana estaba parada firme. De la pistola salía humo.
—¡Vete, Irwin! ¡Lárgate de aquí!
Irwin la observó, intentando encontrar algún rastro de la mujer que una vez amó.
—¡Te dije que te vayas! —Adriana levantó de nuevo la pistola, esta vez apuntándole al pecho. El arma no temblaba en sus manos.
Irwin asintió. No había nada más que decir. Se dio media vuelta, dejando atrás el eco de ésta despedida en el bosque. Caminó con pasos inseguros, alejándose de la sombra de los árboles, de la sombra de Adriana.
La chica lo siguió con la mirada mientras su silueta se desvanecía entre los árboles. El rostro de Irwin desapareció, pero el vacío que dejó en su corazón parecía crecer con cada paso que él daba. Cuando ya no pudo verlo, apuntó la pistola al cielo. Gritó al cielo con un grito que se ahogó en su garganta, y apretó el gatillo.