Cuando era niña medía el mundo con campanillas.
No es metáfora, en mi calle colgaban semillas huecas en las puertas, y si el viento llegaba a tiempo sonaban tres notas cortas y una larga. Mi madre decía que la ciudad respiraba así cuando el calendario estaba bien ejecutado. Mi padre añadía que el tiempo es un oficio que se pule, se barniza y se deja secar.
Yo quería ser mediadora cuando aún no sabía que esa palabra es un puente con peaje.
La primera vez que vi un equinoccio tenía ocho años y una trenza mal hecha. Recuerdo el dolor pequeño detrás de las orejas por la goma apretada, y el olor a menta y papel fresco en el salón del Palacio de Primavera. Me habían dejado entrar porque mi tía barría el pasillo de los vitrales, yo no debía quedarme, pero entendí pronto que las reglas conocen atajos cuando una niña finge ser invisible.
En el centro del salón colgaba una corona de cristales. Todo era silencio hasta que alguien dijo: “Que la Runa del Testigo quede a hora.” Y entonces pasó lo que me decidió la vida: nevó adentro. Una nevada breve, con la decencia de los espectáculos bien ensayados. Cada copo sonó como si un vaso muy fino se besara con otro, me fascinó que la verdad tuviera ruido, aunque me asustó que la mentira también.
Ese día aprendí dos cosas. Una, que las estaciones no ocurren solas sino que se acuerdan. Dos, que cada acuerdo deja una marca en el cuerpo de quien lo sostiene. Al representante floral le temblaban los párpados cuando prometía lluvia; al anciano de Otoño se le manchaban las uñas con polvo de cobre; la mujer de Verano sudaba sin oler a persona, sino a cera derretida. Yo, más tarde, descubriría mi marca, un cosquilleo de escarcha en la lengua cada vez que mi voz se aparta de la línea.
No diré que entendí el mundo aquella vez, pero deseé hacerlo. Me llevé a casa un sueño más grande del que mi mente podía comprender. Durante noches enteras le hablé al techo: “Quiero estar ahí cuando la gente se ponga de acuerdo. Quiero aprender dónde termina una palabra y empieza la otra.” No sabía todavía que eso es, precisamente, mediar.
Nuestro sistema no nació para ser bonito, aunque a veces lo es. Nació para que nadie se coma a nadie por hambre de calendario. En Primavera se negocia la siembra; en Verano, la medida de la luz y el trabajo; en Otoño, los cierres y las caídas; en Invierno, el reposo que no es ocio sino contabilidad del cuerpo.
Cada estación tiene sus protocolos y sus tributos, palabras juradas, sellos meteorológicos, ritos que a simple vista parecen teatro y, sin embargo, mueven el clima. El secreto, aprendí después, no es la pompa, sino el precio. Toda cláusula cobra algo real. Si pides más lluvia, pagas en caminos, si prolongas la luz, se te abren huecos por donde entra el frío. Si no cierras, alguien, o más bien algo, muerde.
De pequeña yo creía que el mal era un monstruo con dientes de hierro. Me gustaba imaginar que, si alguna vez aparecía, lo espantaría golpeando las campanillas al ritmo de tres cortos y uno largo. Con los años supe que el monstruo prefiere el papel, cláusulas mordidas, firmas sin nombre propio, adecuaciones que prometen prosperidad a cambio de paciencia con la verdad. Su manera favorita de morder es dejar finales a medias. Lo llamamos de muchas formas para no soñarlo por las noches, pero en mi oficio le decimos Devoratardanzas cuando necesitamos poner sobre la mesa el nombre de aquello que vive de lo incompleto.
Me aferro, aun hoy, a una imagen anterior a la teoría. Fue en un patio de invierno, con las baldosas húmedas y mi abuela oliendo a sopa. Habíamos colgado ropa y el aire estaba quieto, como si lo hubieran peinado. Mi abuela tomó mi mano helada y dijo: “Mira lo que hace el reposo cuando no lo estorban. Le da tiempo al agua a hacerse cristal y luego vapor. Todo vuelve a moverse, pero a su hora.” No entendí nada y lo entendí todo. El ritmo no es una imposición, es un acto de paciencia y bondad.
A los doce me colé en una caravana de Otoño. No me pregunten cómo, la torpeza hace invisibles a los valientes y al revés. Vi por primera vez un pincel enorme pintar cobre sobre un muro para marcar un cierre. El maestro Silvano Verral, supe luego, dijo: “Lo que termina también florece.” Yo repetí la frase hasta gastarla, hasta aprender que la belleza no está en la primavera nueva, sino en la valentía de aceptar que algo fue y ya no.
Ese día entendí que la ciudad es un instrumento y cada quien toca una parte, el labrador pone la nota grave, el herrero marca el tempo, el panadero sostiene la armonía. A los mediadores nos toca afinar para que el coro no se rompa.
Luego, con la adolescencia, vino la soberbia. Quise que los acuerdos sonaran a mi voz. Quise corregir los silencios de la gente con explicaciones. Fue mi tía, la de los vitrales, quien me salvó de volverme insoportable: “El secreto —me dijo— no es hablar bonito, sino oír el hueco. Si notas dónde falta la palabra, el resto se acomoda.”
Desde entonces camino con un oído puesto en los huecos. A veces huelen a cobre sin pulir, otras a cítrico barato. A veces tienen la forma de una burocracia que no firma con nombres propios y, sin embargo, exige obediencia. A veces duelen como sombra mal calibrada.
Si algún día me preguntan qué es la magia, diré que no son fuegos en el cielo, aunque sí que los hay, ni prodigios de feria, que sí abundan. La magia es capacidad de término. Es pagar lo que se debe y cerrar donde corresponde para que otra cosa empiece. Es Intersticio, ese lugar que aún no existe y ya sostiene, el puente que no te evita el río pero te permite cruzarlo sin ahogarte. Lo aprendí con el tiempo. Construir puentes es más audaz que multiplicar atajos.