Las campanas del equinoccio no eran de bronce ni provenían de una torre. Eran invisibles y estaban hechas de pétalos. Resonaban cuando la gravedad decidía que un azahar ya había flotado bastante y debía tocar el suelo. Cada golpe contra la piedra de la plaza sonaba como una nota de cristal ahuecado. Dulce, breve y efímera.
Ese sonido —un repique imposible de flores— era lo que marcaba el inicio del protocolo de Primavera. Lo que, al menos en apariencia, prometía paz.
Ariadna Orúe lo conocía desde niña. El sonido la hacía contener el aire, como si inhalar demasiado fuerte pudiese alterar la música. Ahora, en el centro del círculo ritual, no era una espectadora. Era la voz que debía atar ese concierto natural a un acuerdo escrito, a cláusulas, a firmas que tendrían peso sobre las lluvias, las cosechas y los inviernos. Si se equivocaba, si una palabra se le escapaba torcida, podía abrir una grieta en el calendario entero.
Mantuvo los pies fijos sobre la runa de testigo, trazada con cal fresca esa misma mañana. Había repasado la fórmula mentalmente hasta sentir la lengua cansada de repetirla en silencio. No podía equivocarse. No en este año. No cuando las estaciones ya venían trastocadas desde el otoño pasado.
El representante floral aguardaba frente a ella. Vestía túnicas de hojas nuevas que aún olían a savia. Su sonrisa era la de alguien que se sabe necesario: húmeda, tierna, con un brillo de lluvia primeriza. Tenía los brazos extendidos, abiertos como los de un árbol joven.
Detrás de él, los demás delegados se acomodaban en abanico. Otoño mostraba sedas teñidas en ocres y cobres, una paleta sobria que aún conservaba la memoria del suelo. Verano, en cambio, ardía de amarillo, naranja y rojo, con tocados que imitaban soles múltiples. Habían llegado con prisa, y habían ocupado espacio sin pedirlo, como siempre.
Ariadna alzó los ojos hacia lo alto del Palacio de Primavera. Entre balcones cubiertos de trinitarias se izaba la bandera de hielo de Invierno. Una barra azulada, dura, que se negaba a derretirse bajo cualquier clima. Allí, tras los estandartes, estaba él… Zefiroth de la Helada, inmóvil, mirando hacia abajo sin pestañear. Su rostro pálido como mármol recién pulido, pero con una quietud que era menos estatua y evocaba peligro contenido. Lo llamaban el heredero de Invierno, aunque para muchos era ya Invierno en persona.
El aire cambió de textura al notarlo. Como cuando la respiración de alguien demasiado poderoso se mezcla con la tuya y decides acompasarla para no quedar fuera de ritmo.
Ariadna dirigió la mirada al suelo y se obligó a volver al ritual. La voz, pensó, también requiere clima. No era solo cuestión de recitar; era preparar la atmósfera exacta para que las palabras cayeran con peso justo.
—En nombre de quienes siembran y de quienes guardan la semilla —dijo, modulando cada sílaba—, declaro abierta la negociación del Equinoccio de Primavera.
El eco se expandió por la plaza. Hubo un suspiro colectivo, como cuando una multitud retiene el aire y se permite soltarlo al mismo tiempo. Cientos habían dejado sus talleres, sus campos, sus hornos para escucharla. Cada uno quería saber si este año el calendario sería benévolo. Si llovería cuando debía. Si los graneros estarían llenos. Si el frío se guardaría en su caja exacta hasta el momento correcto.
—Se prohíben los excesos, se exige la medida —continuó Ariadna—. Cada cláusula tiene peso y poder.
El representante floral inclinó la cabeza, satisfecho. Algunos pétalos le cayeron sobre los hombros. Los de más arriba empezaron a descender con mayor velocidad, como si el aire hubiese decidido acelerar la música. Uno de ellos se pegó a la mejilla de Ariadna. Se sintió tibio, como una mano en una caricia breve. Ella retrocedió apenas, cuidando no rozar el borde del círculo.
La multitud aguantaba el silencio como se aguanta un rezo. Un niño, montado sobre los hombros de su padre, alzó la mano para atrapar una flor. La apretó entre los dedos y esta emitió un “pop” burbujeante. El niño rió, y el sonido arrancó algunas sonrisas nerviosas alrededor.
Era un buen inicio, pensó Ariadna. Si la paz llegaba, llegaría con momentos como ese: cotidianos, íntimos, casi ridículos. No con discursos.
Pero en ese momento el frío cambió.
No un fresco primaveral, no un soplo de sombra. Algo más afilado, algo con intención. Fue como si una espada invisible hubiese atravesado la plaza desde la calle de los floristas. A su paso dejó un trazo de hielo vivo, brillando con malicia. Los pétalos suspendidos en el aire se opacaron, se volvieron duros como vidrio y cayeron de golpe.
El murmullo se quebró. Primero fueron respiraciones cortadas y luego gritos. Un nombre aquí, otro allá con nerviosismo. Una mujer buscando a su hijo, un anciano maldiciendo en voz alta, el sonido de la multitud se desbordó como agua de río en lluvia tormentosa.
—¡Hielo fuera de estación! —anunció Ariadna, y las palabras fueron tan duras como una alarma. El protocolo de paz se transformó en protocolo de emergencia.
Ella corrió. Sabía que no debía, sabía que las mediadoras no corren en rituales, porque cada gesto debe ser medida, calma y símbolo de paz y control. Pero también sabía que los símbolos no detienen el acto cuando empieza a morder el destiempo.
Empujó túnicas, esquivó canastas, abrió paso con una firmeza que no admitía réplica. Oficiales de Primavera ya agitaban abanicos de aire templado, intentando disolver la escarcha. Otoño encendía pequeños braseros, soplando humo de hojas dulces. Verano levantaba lámparas solares, proyectando haces cálidos. Pero el hielo no retrocedía. Era demasiado preciso, demasiado fino. No era un accidente. Alguien lo había trazado con mano entrenada.