La hija de las estaciones

Capítulo 2 — La Runa del Testigo

El balcón de Primavera tenía el arte de hacer hogar cualquier discurso. Las trinitarias colgaban como cortinas y las columnas, pulidas por manos de generaciones, devolvían la luz en destellos mansos. Lysandra Solfa salió a ese marco como quien abre ventanas para ventilar una casa demasiado caliente. No alzó la voz. Eligió el tono templado que en la plaza se recibe como cuidado.

—Condenamos el hielo fuera de estación —dijo, y la palabra condenamos cayó primero, grande, para hacer de techo—. Verano ofrece lámparas y vigor para restaurar lo que la inclemencia ha dañado. Exigimos, además, que se esclarezca si la Corte de Invierno ha excedido sus atribuciones.

No era una acusación. Era una frase tendida como una sábana limpia sobre una cama sin hacer. El murmullo que siguió mezcló gratitud y sospecha en proporciones exactas: gracias por las lámparas, cuidado con el dedo apuntando al balcón de hielo.

Ariadna, con el guante que Zefiroth le había prestado todavía abrazándole la mano, tomó notas al margen del acta. “Exigimos esclarecer si…”. Verano no señalaba culpables, abría la puerta para que entraran solos.

—Abrimos Juicio Climático —anunció ella. No necesitó alzar la voz, el silencio que siguió se hizo por obediencia antigua—. Se activa la Runa del Testigo. Preguntas puntuales, respuestas directas. La nieve dirá.

No era figura literaria. En el salón de audiencias del Palacio —una nave de vigas floridas, vitrales verdes, olor a menta y papel recién cortado—, la Runa ocupaba el centro, un círculo de cal con incrustaciones de cuarzo, coronado por un aro suspendido de cristales afinados. Cuando alguien se apartaba de la verdad bajo juramento, los cristales vibraban y caía una nevada menuda. A veces apenas un tintineo de cucharillas y otras, un estallido que dolía en los dientes.

Ariadna entró primero. La cal fría atravesó la suela y le subió por la espina. Agradeció el guante, el templado estable le sostenía la respiración como una mano que no aprieta. Ordenó despejar bancos, colocar tres atriles —testigos, parte floral, parte veraniega— y dejar una silla sin respaldo a la izquierda para quien necesitara apoyo sin tentación de dormirse en él.

El escribano joven fijó el reloj de arena. Un hilo de partículas comenzó a caer. Ariadna lo miró con la superstición profesional de quien no cree pero respeta. Los granos, como las palabras, caen mejor cuando nadie los empuja.

—Convocamos testigos —anunció—. Primero llamo a Pascual.

Del borde de una cortina asomó una cabeza pequeña. El niño de los pétalos venía con los ojos muy abiertos y un bolsillo que guardaba, Ariadna lo intuyó, el amuleto blanco de su captura.

—Antonina Vela, panadera. Tino Ramo, florista —continuó—. Por las Cortes, comparecen Píramo de Hoja —representante de Primavera—, Lysandra Solfa —Intendenta de Verano— y Zefiroth de la Helada, heredero de Invierno. Silencio al inicio. Comenzamos.

La sala obedeció como un organismo. Hasta los jardineros de los patios habían ajustado el riego. No se oía correr agua por las cañerías. Era una cortesía, las voces resbalan menos cuando la piedra está seca.

—Dime, Pascual —dijo Ariadna, bajándole el mundo a su altura—. ¿Qué viste antes del frío?

El niño arrugó la nariz buscando la palabra exacta. Miró hacia la corona de cristales como si pidiera permiso. Ariadna asintió.

—Que el aire… olía a vela apagada —dijo al fin—. Y que el hielo venía por las líneas blancas —señaló el suelo—. Como si copiara los dibujitos.

Un leve asentimiento recorrió la sala. Los cristales no hicieron música: la verdad, allí, no necesitó campanillas.

—¿Viste caras?

—Dos… —torció la boca—. Una tenía un espejo chiquito y la otra tiraba un hilo… así.

Hizo el gesto de pescar en el vacío. Ariadna sostuvo su seriedad. El detalle servía, espejo y condensación, sol y sombra, aliados.

—Gracias, Pascual. Has sido valiente.

No fue sonrisa de manual. Fue una que nace sola. El niño corrió hacia unas piernas que supusieron ser su madre y el salón respiró con él, como si esas piernas fueran de todos.

—Antonina Vela —llamó Ariadna.

La panadera entró con la dignidad de quien madruga a amasar y no pide permiso a nadie para hablar.

—¿Puede describir la cuchilla que cortó su toldo?

—Como la escarcha del vaso —dijo—, pero más fina. Y cuando pasó me pellizcó la cara… como harina fría que se mete sin permiso.

—¿De dónde venía?

—De arriba —miró el techo y luego el suelo—. Y… de donde la cal brilla. Como si el frío buscara caminos ya hechos.

La corona de cristales no se inmutó. Verdad que se asentaba como harina tamizada en un cuenco.

—Tino Ramo —dijo Ariadna—. ¿Puede mover los dedos?

El florista los abrió y cerró con lentitud reverente, como probando instrumento nuevo.

—Puedo —dijo—. Gracias… al equilibrio.

Ariadna guardó esa frase como un alfiler de costura: sostiene la tela sin agujerearla. Hizo un gesto al escribano, el joven asentía a todo con la velocidad del que teme perder el hilo.




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