El aire del Archivo de Pétalos era de esos que saben quedarse quietos. Si uno respiraba hondo, podía oler el orden de cola animal, goma arábiga, la aspereza dulce del papel raspado. Sobre las mesas, pesas de bronce sujetaban pliegos como manos antiguas. Al fondo, un reloj sin campanadas marcaba la hora con una aguja que parecía caminar de puntillas.
—Hoy son públicos —repitió Ariadna, sin arriar el pulso.
El escribano mayor, obediente a la gravedad de las frases que no admiten réplica, abrió otro cajón. Sacó una carpeta anudada con cinta amarilla. La soltó sobre la mesa y el bronce de las pesas la recibió con un golpe suave.
—Adecuación 17b, 18c, 19a —enumeró, más para sentir que aún mandaba en algo que para informar—. Todas vigentes.
Ariadna desanudó. Las hojas, copiadas con una caligrafía que quería parecer neutral, tenían el tono grisáceo de las decisiones tibias.
17b — Reposo Activo: se recomienda mantener dinámica comercial sin ritos de quietud.
18c — Cosecha Entusiasta: se sugiere adelantar parcialidades según rendimiento.
19a — Agua Flexible: se autoriza ajuste de riegos por demanda.
—“Se recomienda”, “se sugiere”, “se autoriza” —leyó en voz alta, como si la gramática tuviera textura—. Palabras suaves con dientes.
—Instrumentos legítimos —intervino Lysandra, el tono sin borde—. Sobre todo en emergencias de abastecimiento.
—Las emergencias no borran cierres —dijo Ariadna—. Los posponen, si hace falta. Diferencia fina, pero es la que separa el hambre del caos.
Zefiroth no habló. Con dos dedos, como un afinador que comprueba una cuerda, palpó el canto de un pliego raspado. La uña levantó una rebaba microscópica. La apartó para que Ariadna la viera, una viruta blanca, casi aire.
—Los bordes ásperos chupan el frío —dijo, simple.
El escribano mayor carraspeó. Sus anillos de peso hicieron un tintineo que recordó a cucharillas sin té.
—Mediadora… si espera un día, quizá llegue la versión definitiva de Verano. Reposo Activo no es suprimir descanso, es… orientar.
La palabra se quedó colgando. Orientar. La corona de cristales no estaba allí para nevarsela encima, pero Ariadna sintió el eco de nieve en la nuca, el hueco donde suelen meterse los eufemismos.
—Cierre el Archivo por hoy —ordenó—. Sello de Primavera y firma de las tres Cortes. Nadie saca ni entra pergaminos sin mi visto bueno.
—Objeción formal —dijo Lysandra, ya porque correspondía—. Traba administrativa contra la productividad.
—Protección del calendario —devolvió Ariadna. —Si sus formatos son tan sólidos, resistirán la luz del escrutinio.
El escribano joven trajo lacre, cuerda y sellos. Ariadna firmó con precisión y dejó la pluma reposar como quien apaga una vela. Ofreció el sello a Lysandra.
La Intendenta sostuvo la mirada medio segundo que podría, si alguien quería, convertirse en política. Luego estampó. El sol del emblema de Verano quedó precioso sobre la cera roja. Zefiroth estampó después, el copo de la Helada cayó encima como si quisiera poner sombra sobre la luz. Píramo, ya pálido como un jazmín pasado de agua, cerró el trío.
—Listo —dijo Ariadna—. Ahora, el barrio.
El corredor de las abejas devolvía zumbidos sin intención. Mientras caminaban, la ciudad iba convirtiendo el miedo de la mañana en anécdotas de mercado, en la calle se escuchaban versiones que ya exageraban el tamaño del espejo y la puntería de la cuchilla.
—Otoño ya pintó bordes en la plaza —anunció uno de los guardias florales—. Dicen que el pincel se enganchó en dos esquinas.
Ariadna asintió. Había pedido eso, pinceles gigantes de la Caravana de Otoño, empapados en un aceite de semilla tardía, para repasar junquillos, grietas, vértices. El aceite, cuando se topaba con papel raspado o cal resentida, hacía un “chic” casi inaudible. Un testigo menos solemne que la Runa, pero más tozudo.
Maite las alcanzó al pie de la escalera. Los tatuajes mínimos del antebrazo parecían soles en pausa.
—Traje las lámparas templadas —informó—. Con difusores. Otoño manda brasas dulces. No se nos chamusca ni un geranio, te lo juro.
—Que Verano sostenga luz —dijo Ariadna—. No calor. Y que nadie se entusiasme con secar antes de tiempo.
—Entusiasmo controlado —replicó Maite, sonriendo de costado—. Algún día me agradecerás esa frase.
—La anotaré en el acta —respondió Ariadna, seca de cariño.
Zefiroth guardaba silencio a dos pasos. El guante ausente pesaba tanto como un comentario. Ariadna evitó mirarlo demasiado, la respiración se le ordenaba sola si no se distraía con quietudes ajenas.
Salieron a la tarde. Primavera, cumpliéndose, doraba las cosas sin dorarlas del todo. En la calle afectada, un par de oficiales de Otoño manejaban pinceles como remos lentos. El aceite caía y se extendía con paciencia de monje. En una esquina, el pincel se trabó.
—Ahí —dijo uno, y su voz tuvo el respeto que se le tiene a una astilla en la carne—. Rebaba.
Ariadna se agachó. Con la punta de la pluma —la vieja, no la de firmar— raspó suave. El aceite se ajó en un dibujo mínimo, pequeñas crestas donde alguien había levantado capas. El mapa de un borrado.