La mañana olía a pan tostado y a cáscara de nuez recién abierta. En el borde del barrio Flor de Piedra, los carros de la Caravana de Otoño se alineaban como pinceles gigantes antes de tocar un lienzo. Baúles de pigmento apilados como frutas, cubas de aceite de semilla tardía que respiraban despacio, pértigas con brochas de crin atadas con bramante, y un campanilleo discreto de frascos de vidrio chocando apenas. Los pintores otoñales —cabellos de cobre, uñas manchadas de ámbar— trabajaban con rumor de cocina, abrir, batir, probar en el dorso de la mano, asentir, continuar.
Ariadna llegó con el acta bajo el brazo y el cuaderno de notas. Maite, a un paso, encabezaba a los veraniegos que cargaban lámparas templadas como si fuesen frutas de luz. Otoño los recibió con vasos de infusión tibia de canela, cáscara de naranja y hoja seca.
En el centro, un hombre alto que usaba el bastón como pluma saludó con una reverencia ligera.
—Silvano Verral, para servir —dijo—. Este barrio necesita color que sea final, no maquillaje. Vamos a ver dónde la brocha se nos engancha.
Zefiroth ya estaba allí, de pie en la sombra estrecha de una cornisa. Llevaba una banda clara en la garganta, un cuello de nieve que protegía más que adornaba. Saludó con la cabeza, parco. Ariadna notó sus manos a la altura del pecho, como quien mide con el cuerpo la temperatura del mundo antes de tocarlo.
—Gracias por venir —dijo Ariadna.
—Vine por los bordes —respondió él—. Los bordes dicen la verdad antes que el centro.
Silvano propuso ruta: pintar el contorno del barrio, hoja a hoja, muro a muro, con una capa finísima del aceite templado de Otoño. No para embellecer —aunque Otoño, aun sin querer, deja siempre algo hermoso—, sino para detectar. La rebaba del papel raspado en el calendario debía traducirse a alguna aspereza en la ciudad real: un sitio donde el frío muerde primero, donde el pelo de la brocha se resiste o se fatiga.
—Vamos a escuchar con la brocha —dijo Silvano—. Si el pelo se engancha, hay mentira en el yeso.
El primer muro aceptó la capa con obediencia. Un árbol seco pintado en la pared recuperó un color discreto que no fingía primavera. Al tomar la esquina, la brocha de Silvano tropezó con un ladrillo como si hubiese un hilo invisible. El pintor marcó con un toque de cobre y el pelaje se abrió, ofendido, como rozado por astilla.
—Aquí —señaló.
Zefiroth se acercó; el aire bajó un grado sin maldad. Ariadna apoyó la yema de los dedos en el punto. La pared, a diferencia del resto, presentaba un áspero de aguja apenas perceptible.
—Plano del equinoccio —dijo Zefiroth—. Siguen las líneas de cal dibujadas ayer. El frío tomó esta esquina como un junquillo toma el viento.
—¿Junquillo? —preguntó Maite, con la lámpara templada apagada en la mano.
—Hierba que enseña por dónde sopla —respondió él, conciso.
Ariadna anotó: Punto de mordida 1 — Esquina de la Cera y los Floristas — áspero. El bastón de Silvano marcó con un golpecito, y la marcha siguió.
El segundo punto fue un poste reacio. El barniz no se dejaba seducir: formaba cuentas redondas, expulsado. Otoño insistió con paciencia. El tercero, una junta de piedra que devolvía la luz como espejo de verano enano. Maite chasqueó la lengua.
—Esto huele a formato —dijo, sin ironía.
—Huele a malla —corrigió Ariadna—. Si las Adecuaciones borraron Reposo aquí, aquí y aquí, lo hicieron siguiendo red. La red llama al frío.
Silvano asintió, satisfecho: le gustaba cuando idea e imagen caminaban juntas.
—Hay mapas que pintan ciudades —dijo—. Y ciudades que pintan mapas. Flor de Piedra es de ambas escuelas.
Caminaron hacia el límite norte. Las hojas verdaderas ya comenzaban a tornarse, como si atendieran una partitura invisible. Pascual —el niño testigo del día anterior— apareció con un cucurucho de semillas. Siguió a distancia, serio como quien juega con reglas que importan. Maite le prestó por un minuto una lámpara apagada; él la sostuvo como si cargara un tesoro.
—¿Cómo van las manos? —preguntó Ariadna a Tino, el florista, vendado hasta los nudillos.
—Con cosquillas —sonrió—. Como si me creciera pan bajo la piel.
—Buen signo —Zefiroth habló sin alzar la vista—. El frío suelta despacio.
En el quinto tramo, la brocha se detuvo con un tirón vivo, como si el muro tuviera pelo de animal.
—Aquí duele —dijo Silvano, sorprendido.
Ariadna tocó: la aspereza dibujaba un semicírculo perfecto, una mordida limpia en fruta demasiado tentadora. Se miraron.
—No me gustan las geometrías con hambre —dijo Silvano, limpiándose el dorso de la mano.
Zefiroth ladeó la cabeza. Por un segundo, el aire hizo ese mínimo gemido que antecede al hielo. Ariadna lo oyó y, sin orden previa, intercaló veraniegos con lámparas encendidas lejos, templando sombra sin agredir.
—Despacio —ordenó—. Si la mordida se quiebra, nos corta.
Bordearon el semicírculo con aceite finísimo. La brocha bailó con cuidado y el cobre quedó como cicatriz que no presume.