El silencio en la casa era una bestia agazapada.
Paloma lo sintió en cuanto bajó del autobús que la trajo de regreso a Brumas, el pueblo que siempre había sido su refugio. Un silencio antinatural se derramaba por las ventanas abiertas de su hogar, devorando el sonido del viento en los maizales y el canto lejano de las chicharras. Su padre, Abel Leal, amaba la música, el murmullo constante de una radio vieja. Hoy, la casa estaba muda. Muerta.
Un frío helado, ajeno al calor sofocante del verano en la República de Solaria, la envolvió. La puerta principal estaba sin cerrojo. Dentro, el aire era denso, inmóvil. En la mesa de la cocina, junto a una taza de café a medio beber, había un sobre. Su nombre, "Paloma", trazado con la caligrafía perfecta de su padre, era un grito en medio del silencio.
Sus manos no temblaron. Estaban entumecidas. El papel era fino, casi traslúcido. Dentro, no había una despedida. Había una rendición.
"Perdóname, mi niña. Te he dejado todo lo que tenía".
El suelo desapareció bajo sus pies. El grito se ahogó en su garganta, convirtiéndose en un nudo de hielo que le desgarró el pecho. No lloró. El dolor era demasiado vasto para las lágrimas, un océano negro que la inundó por completo.
Horas, o quizás días después, el parpadeo de la televisión de un vecino la sacó de su letargo. Se acercó a la ventana como un autómata. Y la vio.
Su madre. Resplandeciente.
Aferrada al brazo de un hombre cuya presencia llenaba la pantalla. Una sonrisa que Paloma no había visto en años, ahora dirigida a un enjambre de cámaras. El titular en la parte inferior de la pantalla ardía en letras doradas: "El candidato Demetrius Romano y la filántropa Sabina del Río, la pareja del año, en la gala benéfica de la capital, Ciudad de Reyes".
Sabina del Río. Un nombre falso para una vida falsa. Una felicidad construida sobre las cenizas de la suya.
En ese instante, el hielo en su pecho se solidificó, afilándose hasta convertirse en la punta de una daga. El dolor no se fue. Mutó. Se transformó en un propósito. El rostro de Abel Leal, su lealtad, su bondad… todo había sido borrado por la sonrisa de esa mujer.
Paloma se apartó de la ventana. La niña que había salido de casa esa mañana estaba muerta, enterrada junto a su padre. La mujer que quedaba en pie no tenía espacio para el luto.
Solo para la venganza.