La casa de Abel Leal olía a ausencia.
Paloma permaneció inmóvil en la penumbra del salón, mucho después de que la imagen de su madre se hubiera desvanecido de la pantalla del televisor. El silencio, que antes había sido una bestia, ahora era una tumba. Cada rincón, cada objeto, gritaba el nombre de su padre. La vieja mecedora de madera donde leía el periódico, la taza de café a medio beber sobre la mesa, el olor a tierra y a trabajo honesto que impregnaba las paredes. Todo era un eco de un hombre bueno, traicionado hasta la muerte.
El dolor ya no era un océano que la ahogaba. El prólogo lo había congelado. Ahora, ese hielo en sus venas le daba una claridad terrible, una calma antinatural. La venganza no era una idea nacida del fuego, sino una certeza forjada en el frío.
Sus pies la llevaron al pequeño escritorio de su padre. Allí, junto a una foto de ella de niña, estaba la carpeta que él había mencionado en su nota. Dentro, los papeles de una cuenta bancaria. La cifra hizo que su respiración se detuviera por un segundo. No era una fortuna para la gente como Demetrius Romano, pero para una chica de Brumas, era un arsenal. El último regalo de Abel Leal. El arma que él, sin saberlo, le había legado para la guerra que estaba a punto de empezar.
Con dedos firmes, sacó el móvil de su bolsillo. No el que su madre le había dejado, sino el suyo, uno viejo con la pantalla rota. Solo había un número en su lista de contactos que importara. Un puente que conectaba su mundo en ruinas con la deslumbrante y corrupta capital, Ciudad de Reyes.
El teléfono sonó tres veces antes de que una voz vibrante y llena de vida contestara.
—¿Paloma? ¡Por fin! Estaba tan preocupada, no sabía nada de ti... ¿estás bien?
La calidez en la voz de Luna, su amiga de la infancia, fue como una aguja al rojo vivo contra su piel helada. Por un instante, la fachada de Paloma amenazó con resquebrajarse. Tragó saliva, empujando el nudo de dolor de vuelta a las profundidades.
—Luna... —su propia voz sonó extraña, plana, como si perteneciera a otra persona—. Mi padre ha muerto.
Silencio al otro lado de la línea. Un silencio roto por una exhalación temblorosa.
—Oh, Palomita... Lo siento tanto, tanto... Voy para allá ahora mismo, tomo el primer...
—No —la interrumpió Paloma, su tono tan cortante como un cristal roto—. No vengas. Yo voy a ir.
Luna se calló, sintiendo el cambio en su amiga. Esta no era la Paloma que recordaba.
—La vi, Luna —continuó Paloma, su mirada perdida en la oscuridad de la ventana—. En la televisión. Con él. Con su nueva vida y su nuevo nombre.
No necesitaba decir más. Luna sabía exactamente de quién hablaba.
—Voy a ir a Ciudad de Reyes —dijo Paloma, y cada palabra era un juramento—. Necesito un lugar donde quedarme. Necesito tu ayuda.
—Para lo que sea, Pali. Lo que sea. Sabes que sí. Pero, ¿ayuda para qué?
Paloma cerró los ojos, visualizando la sonrisa de Sabina del Río.
—Necesito que me ayudes a destruirla.