El autobús que sacaba a Paloma de Brumas levantaba una nube de polvo rojizo, como si el pueblo quisiera borrar sus huellas para siempre. Ella no miró atrás. No se permitió ni una última ojeada a las colinas familiares ni a los campos que habían sido el único horizonte de su vida. Mirar atrás era un lujo para los que tienen un hogar al que volver. Ella ya no lo tenía.
Durante las seis horas de viaje, no lloró. No durmió. Con la espalda recta y la mirada fija en el paisaje cambiante, repasó mentalmente el rostro de su madre en la televisión. Estudió la sonrisa de Sabina del Río, la diseccionó, memorizó cada ángulo. Luego, hizo lo mismo con el rostro de Demetrius Romano. Analizó la dureza de su mandíbula, la frialdad de sus ojos, la arrogancia contenida en su postura. Eran sus enemigos. El odio era el único mapa que necesitaba.
Ciudad de Reyes no la recibió, la asaltó.
En cuanto el autobús entró en la terminal, el murmullo de Brumas fue reemplazado por un rugido ensordecedor de motores, sirenas y multitudes. Agujas de cristal y acero arañaban un cielo contaminado que no se parecía en nada al azul limpio de su pueblo. Era un monstruo de concreto y ambición. El hábitat natural de su madre. El campo de batalla.
Luna la esperaba al final del andén, una mancha de color en un mar de grises. Se había cortado el pelo y vestía de una forma que Paloma solo había visto en revistas. Pero la mujer que bajó del autobús tampoco era la amiga que Luna recordaba. No había rastro de la chica dulce de pueblo. La que se acercó era una sombra con los ojos endurecidos por el propósito.
—Estás aquí —susurró Luna, y la abrazó con una fuerza que buscaba romper el hielo. Pero Paloma se mantuvo rígida, un témpano de hielo en sus brazos.
—Estoy aquí —respondió Paloma, su voz carente de emoción.
Luna se apartó, escudriñándola con preocupación.
—¿Cómo estás?
—Viva.
La respuesta, tan corta y desoladora, hizo que Luna se estremeciera. Antes de que pudiera decir algo más, un sedán negro de lunas polarizadas se detuvo silenciosamente junto a ellas. La puerta del conductor se abrió.
Un joven de mirada inteligente y ropa cara las observaba desde dentro. No era guapo de una forma obvia, sino atractivo por la confianza que emanaba.
—Leo, ella es Paloma —dijo Luna, tomando a su amiga del brazo—. Pali, él es Leo.
Leo asintió, sus ojos evaluando a Paloma con una intensidad que no era ni hostil ni amistosa, sino puramente analítica. Vio la ropa barata, el dolor endurecido en su rostro y la determinación de acero en su postura.
—Bienvenida a la capital —dijo con una voz tranquila—. Luna me ha dicho que tienes un problema que resolver.
Paloma lo miró fijamente, reconociendo a un actor importante en una trama que apenas empezaba a comprender. Sintió el poder que lo rodeaba, un poder tranquilo pero inmenso. Era la llave que necesitaba.
—No es un problema —respondió ella, y su voz resonó con una finalidad escalofriante—. Es una guerra.
El coche se deslizó con un susurro por el caótico tráfico. Una vez dentro, Leo rompió el silencio.
—Una guerra contra Demetrius Romano y su prometida... —dijo, su voz tranquila, pero cargada de peso—. Eso no es un juego de niños. Es entrar en la boca del lobo. Necesito entender qué es exactamente lo que buscas.
Paloma se plantó en su asiento, su silueta oscura recortada contra las luces de la ciudad.
—Humillación —susurró—. Quiero que la deje. Quiero que la mire a los ojos y me elija a mí.
Luna soltó un suspiro tembloroso y miró a Leo.
—Es una locura, lo sé. Pali, quizás deberíamos pensar en...
—No hay nada que pensar —la cortó Paloma.
Leo no miró a Paloma, sino a Luna. Vio la angustia y la lealtad incondicional en los ojos de su novia. Su expresión se suavizó por un instante. Tomó la mano de Luna, un gesto simple que lo decía todo. Luego, se volvió hacia Paloma.
—No te conozco —dijo Leo, su tono volviéndose serio y directo—. No sé si lo que haces es correcto o una locura. Francamente, no me importa. Lo que sí sé es que Luna te quiere como a una hermana. Y si esto es importante para ella, si ella está dispuesta a arriesgarse por ti, entonces yo también. Te voy a ayudar por ella. ¿Entendido?
Paloma asintió, una única vez. Un pacto silencioso se selló en ese coche en movimiento.
—Entendido —respondió, su voz firme.
La tensión se rompió. Leo se concentró de nuevo en el camino. Poco después, llegaron al apartamento. Era un puesto de observación sobre Ciudad de Reyes, con paredes de cristal que mostraban la metrópolis en todo su esplendor. Leo caminó con decisión hacia su rincón del salón, el centro de mando de un hacker.
Se sentó y sus dedos volaron sobre el teclado.
—La información es poder, Paloma. La primera fase de cualquier guerra es la inteligencia. Necesito los datos de nacimiento de tu madre. Su verdadero nombre. Cualquier cosa que recuerdes.
Paloma se acercó, dictando la información con una precisión fría. En la pantalla central, apareció una vieja foto de anuario. Nadia. Unos clics más, y fue reemplazada por una foto de prensa profesional. Sabina del Río. A su lado, la imagen oficial de Demetrius Romano.