El Gran Salón del Museo era un mar de diamantes y susurros. Candelabros de cristal derramaban una luz dorada sobre un océano de gente vestida con sus mejores mentiras.
Y entonces, entraron ellos.
La reacción fue una onda expansiva. Las conversaciones vacilaron, las cabezas se giraron. Todas las miradas se posaron en la mujer del vestido esmeralda, una visión de sensualidad y misterio flanqueada por sus elegantes acompañantes. Alessia —Paloma— se movía como si el aire a su alrededor fuera más denso. Cada paso era una caricia al suelo de mármol.
Leo le entregó una copa de champán. Ella la llevó a sus labios, el cristal frío rozando su piel, y bebió un sorbo, dejando que una única gota brillante resbalara por su labio inferior antes de que su lengua, con una pereza estudiada, la atrapara. El gesto fue mínimo, pero cargado de una sensualidad tan potente que un hombre a pocos metros se atragantó con su bebida.
Y entonces, a través de un claro en la multitud, los vio. Sabina del Río era una estatua de perfección helada. A su lado, Demetrius Romano, imponente, era el centro de gravedad de la habitación.
Paloma sintió una sacudida de odio, pero la ahogó con champán. No fue ella quien lo buscó. Fue él quien la encontró. Sintió el peso de su mirada, una caricia abrasadora a través de la multitud. Lentamente, giró la cabeza. Sus ojos verdes se encontraron con los de él. Un instante de puro reconocimiento. Un desafío. Y tan rápido como empezó, terminó. Con una elegancia suprema, Alessia le dio la espalda, como si el hombre más poderoso de Solaria fuera una interrupción momentánea.
Al otro lado del salón, el ceño de Demetrius Romano se frunció. La pregunta se formó en su mente, nítida y urgente: ¿Quién era ella?
—¿Ocurre algo, cariño? —La voz de Sabina, aunque melosa, tenía un filo de acero. Había notado su distracción.
—Nada. Solo negocios —mintió él, sus ojos aún barriendo la multitud en busca del vestido esmeralda.
Al ver esto, Leo le hizo a Paloma una señal casi imperceptible con la cabeza. Con una fluidez ensayada, la guio a través de la gente hacia la terraza de mármol, un refugio menos concurrido que ofrecía una vista espectacular de la ciudad nocturna.
Demetrius no dudó. Con una excusa rápida, se separó de su grupo y los siguió.
Paloma estaba de espaldas a la entrada de la terraza, observando las luces de Ciudad de Reyes. El viento nocturno jugaba con un mechón de su cabello y se adhería a la seda de su vestido, perfilando la curva de su espalda y sus caderas. Sintió su presencia detrás de ella antes de oírlo. El aire cambió, se cargó.
—No la he visto antes por aquí —dijo la voz grave de Demetrius, muy cerca de su oído—. Alguien como usted sería difícil de olvidar.
Paloma se giró lentamente, sin sobresalto. Su rostro era una máscara de serena indiferencia, pero sus ojos verdes brillaron. Se encontraron a menos de un metro de distancia. Podía oler su colonia, una mezcla cara de cuero y especias.
—Quizás no estaba mirando en los lugares correctos, Señor Romano.
Su voz era un murmullo ronco que lo hizo tensar la mandíbula. No coqueteaban; se medían.
—Es posible —admitió él, sus ojos recorriendo su rostro, deteniéndose en sus labios—. ¿Y cuál sería, según usted, el lugar correcto?
—El que una no espera —respondió ella, dando un pequeño paso hacia un lado, forzándolo a moverse si quería seguir la conversación. Era un juego sutil de control.
—Alessia Rosetti, ¿verdad? —dijo él, demostrando que ya había hecho sus deberes en los pocos minutos que le había llevado cruzar el salón.
—Veo que su reputación de hombre bien informado no es una exageración.
—Y veo que la suya de ser un misterio acaba de empezar.
La tensión entre ellos era tan densa que casi podía tocarse. Era una danza de poder, un reconocimiento de dos depredadores de alto nivel. Él estaba acostumbrado a que las mujeres cayeran a sus pies. Ella actuaba como si él apenas fuera digno de su tiempo.
Una sombra se cernió sobre ellos. Sabina del Río se había materializado a su lado, deslizando una mano posesiva por el brazo de Demetrius. Su sonrisa era perfecta, sus ojos, dos esquirlas de hielo.
—Cariño, te estaba buscando.
—Sabina —dijo Demetrius, sin perder la compostura—. Estaba felicitando a la señorita Rosetti por su... singular gusto en el arte. Sabina, querida, te presento a Alessia Rosetti.
Era el momento. El primer contacto.
Paloma extendió su mano, fría y firme. El contacto con la piel de su madre fue como tocar a una serpiente. Sintió el calor de los diamantes del anillo de compromiso de Sabina, el mismo que había visto en la televisión. En su interior, un grito de rabia y dolor amenazaba con desgarrarla. Por fuera, Alessia Rosetti sonrió con una calma glacial.
—Señora del Río. Un placer. Su reputación la precede.
Sabina arqueó una ceja, sin soltar la mano de Paloma.
—¿Ah, sí? ¿Y qué reputación es esa?
—La de conseguir siempre lo que quiere —respondió Paloma, retirando su mano con suavidad.