La finca era un oasis de opulencia arrogante a las afueras de Ciudad de Reyes. Coches de lujo susurraban sobre la gravilla del camino, depositando a la élite de Solaria en una mansión iluminada como una joya bajo el cielo nocturno.
Paloma llegó con Luna y Leo, y esta vez, no provocó un murmullo, sino un silencio atronador.
Llevaba un vestido de seda negro, de una simplicidad engañosa. Por delante, era de cuello alto, casi monacal. Pero la espalda estaba completamente desnuda hasta la base de su columna, una caída vertiginosa de piel pálida y suave que era a la vez una invitación y una obra de arte. Su cabello estaba recogido en un nudo bajo y severo, haciendo que su cuello largo y esbelto fuera el centro de atención. No llevaba joyas, salvo por unos pendientes largos de esmeraldas que rozaban sus hombros desnudos y hacían juego con el fuego de sus ojos.
Leo la había informado: Demetrius era un coleccionista de arte clásico. Apreciaba la forma, la línea, la belleza atemporal. Esta noche, Paloma no era una mujer. Era una escultura viviente.
Entraron en la sala de subastas. La atmósfera era de una intensidad silenciosa. Demetrius estaba en el estrado, el anfitrión perfecto, carismático y en control. Sabina, como había prometido, no estaba a la vista.
Sus miradas se cruzaron por encima de las cabezas de los invitados. Él estaba hablando, pero su voz vaciló por una fracción de segundo. Una microexpresión, un destello de posesión en sus ojos. Le dio un asentimiento casi imperceptible. El juego estaba en marcha.
Paloma no se acercó. Siguiendo el mapa de Leo, se dirigió a una galería contigua, un espacio más tranquilo donde se exhibían las piezas menores. Se detuvo frente a un pequeño cuadro de una escena mitológica, fingiendo interés. Esperó.
No tardó en sentirlo. La misma presencia imponente de la otra noche, la misma electricidad en el aire.
—Veo que le interesa el arte —dijo la voz grave de Demetrius, muy cerca de su oído.
—Me interesa la pasión —respondió ella, sin volverse. Su voz era un murmullo—. El momento justo antes de que todo cambie. El caos.
Demetrius se colocó a su lado. Desde esta proximidad, podía olerla. Jazmín y coñac. Una combinación imposible, pecaminosa. Vio el pulso latiendo con una velocidad traicionera en la base de su cuello. Sus palabras eran frías, pero su cuerpo la delataba. Y eso lo excitó de una forma que no había sentido en una década.
—Vino. Sabía que lo haría.
—¿Estaba tan seguro? —finalmente se giró para mirarlo. Sus ojos verdes lo desafiaron—. Quizás solo vine por la colección.
—Ambos sabemos que el arte más interesante de esta noche no está colgado en las paredes.
Su mirada descendió, recorriendo la línea de su cuello, la piel desnuda de su espalda. Era un lienzo perfecto, una invitación a la locura. Sintió un impulso primitivo y abrumador de tocarla, de ver si la mujer de hielo se derretía o se rompía bajo su mano.
—¿Y qué es lo que ve, Señor Romano? —provocó ella, su voz temblando mínimamente.
Fue suficiente. La presa había retado al cazador.
En lugar de responder, él levantó una mano. Con una lentitud torturadora, deslizó la yema de su dedo índice por la curva de su columna vertebral, desde la nuca hasta donde la seda comenzaba a cubrir su piel.
Para él, fue una revelación. La piel de ella era aún más suave de lo que había imaginado, como el satén más fino, pero ardía con un calor oculto. Sintió el escalofrío que la recorrió, una vibración que viajó desde la piel de ella, a través de su dedo, y estalló directamente en su entrepierna, tensándola violentamente. Fue una admisión. Una victoria. Bajo el control glacial, había fuego.
Para Paloma, fue una tortura y un éxtasis prohibido. El toque de su enemigo se sintió como una marca al rojo vivo, un reclamo de propiedad que la hizo arquear la espalda instintivamente. Un gemido ahogado murió en su garganta. El odio y el deseo se fusionaron en una sola sensación, tan abrumadora que la cordura se le escapaba. Su cuerpo, el traidor, se estaba rindiendo.
Demetrius se inclinó, su aliento cálido rozando la piel sensible de su oreja.
—Dime que no sientes esto —susurró, su voz ronca de deseo.
Esa fue la bofetada que Paloma necesitaba. La dominación en su voz. Le recordó la misión. Con una fuerza de voluntad que no sabía que poseía, dio un paso brusco hacia atrás, rompiendo el contacto. El aire frío se sintió como un castigo en su piel encendida.
Se recompuso, una sonrisa enigmática jugando en sus labios mientras su corazón martilleaba como un pájaro enjaulado.
—Cuidado, Señor Romano. Las subastas pueden ser adictivas. Uno a veces termina pagando un precio mucho más alto del que esperaba.
Y sin decir más, se dio la vuelta y se alejó con la misma gracia depredadora con la que había llegado.
Demetrius se quedó inmóvil, observándola desaparecer. Su mano todavía hormigueaba. El aroma de ella persistía en el aire, en su memoria. No era solo intriga. Era una necesidad física, una obsesión que le retorcía las entrañas. Había ido buscando un juego, y ahora, por primera vez en su vida controlada, temía estar a punto de perderlo todo.