La Hija de Nadia

Capítulo 9: Ecos en la Piel

El viaje de regreso al ático fue una tortura autoimpuesta. Demetrius conducía solo, el silencio del lujoso coche amplificando el caos en su cabeza. La ciudad se deslizaba a su lado, un borrón de luces anónimas. No las veía. Solo veía unos ojos verdes.

​Estaba furioso. Consigo mismo. Con su pérdida de control. Era un hombre que movía senadores como piezas de ajedrez, que doblegaba mercados con una llamada, y una mujer desconocida lo había desarmado con una mirada y un roce. La sensación de su dedo sobre la piel de ella, la vibración de su cuerpo respondiendo al suyo... era una droga que ya había invadido su sistema. Apretó el volante, sus nudillos blancos. Necesitaba purgarla. Necesitaba recuperar el control.

​Llegó a su ático, un santuario de orden y poder, esperando encontrarlo vacío. Pero una luz suave venía del salón. Sabina estaba allí, de pie junto a la ventana, una copa de vino en la mano, envuelta en un negligé de seda negra que dejaba poco a la imaginación.

​—Hola, cariño —dijo, su voz un ronroneo—. El senador Valcárcel es un viejo encantador, pero predecible. Lo envié a su hotel con promesas de apoyo y una botella de coñac. Pensé que preferiría esperarte aquí.

​Se acercó a él, sus caderas moviéndose con una gracia estudiada. Vio la agitación en sus ojos, la tensión en su mandíbula, y lo malinterpretó como el estrés del evento. O quizás, como deseo.

​—Pareces tenso —susurró, pasando sus dedos por su corbata para aflojarla—. Déjame ayudarte a olvidar una noche tan aburrida.

​Demetrius apenas la escuchaba. El aroma del perfume caro de Sabina luchaba y perdía contra el recuerdo del jazmín y el coñac. Pero el cuerpo de ella estaba allí, disponible. Una herramienta. Un recipiente.

​La rabia y el deseo por otra mujer se retorcieron en su interior y encontraron una salida. La agarró por la nuca, su mano enredándose en su cabello rubio, y la besó con una ferocidad que la dejó sin aliento. No era un beso. Era una toma de posesión.

​La levantó y la llevó al dormitorio sin delicadeza, arrojándola sobre la cama. Sabina soltó un grito ahogado, una mezcla de sorpresa y excitación. Para ella, esto era una muestra de pasión cruda, una faceta de él que rara vez veía. Se entregó por completo, ansiosa por ser el centro de esa tormenta.

​Pero no lo era.

​Demetrius se movió sobre ella con una urgencia febril, sus movimientos eran duros, mecánicos, casi impersonales. Le arrancó el negligé, exponiendo su cuerpo perfecto a la luz de la luna que se filtraba por el ventanal. Y mientras sus cuerpos se unían en un ritmo frenético y desesperado, él cerró los ojos y se rindió al fantasma.

​Ya no era el perfume de Sabina el que olía, sino el de Alessia. No eran los gemidos de Sabina los que escuchaba, sino el recuerdo del aliento de Alessia atrapado en su garganta. No era el cuerpo de su prometida el que sentía debajo de él, sino la fantasía de la espalda desnuda, de la piel encendida, de los ojos verdes desafiantes.

​Se estaba acostando con una mujer mientras le hacía el amor a otra en su mente. Era la traición más profunda que jamás había cometido. El acto se convirtió en un intento febril de borrar la imagen de Alessia, de reemplazarla con la realidad de Sabina, pero cada embestida solo grababa más profundo el rostro de la mujer del vestido esmeralda en su memoria.

​Cuando el final llegó, fue un espasmo violento y furioso, un grito silencioso de frustración.

​Se apartó de Sabina al instante, el contacto con su piel de repente insoportable. Se puso de pie, dándole la espalda, su pecho subiendo y bajando con rabia. El autodesprecio lo inundó como bilis. No había purgado nada. Había profanado a su prometida y había alimentado a su obsesión hasta convertirla en un monstruo.

​Sabina, jadeando sobre las sábanas deshechas, lo observó. Sintió el vacío. Sintió la distancia. No había habido conexión, solo un uso brutal. Y en el último momento, justo antes de que él cerrara los ojos, le pareció ver una imagen en ellos, el reflejo de una cara que no era la suya.

​Se quedó quieta en la cama, el frío invadiendo su cuerpo mientras él se alejaba hacia la ducha, dejándola sola en la oscuridad con una nueva y aterradora certeza: esa noche, ella no había estado sola en esa cama.




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