La Hija de Nadia

Capítulo 10: El Sabor de la Mentira

Demetrius

La ducha no se llevó el olor a culpa.

​Demetrius se sirvió un whisky en su despacho, el silencio del ático era casi tan opresivo como la furia que sentía consigo mismo. Sabina se había encerrado en el dormitorio principal, una reina herida en su torre de marfil. Él no había intentado seguirla. ¿Qué podría decirle? ¿Que la había poseído como un bárbaro solo para intentar borrar la imagen de otra mujer?

​Se sentó en su sillón de cuero. Lo que había hecho se sentía peor que una simple traición física. Había profanado la confianza de la mujer que consideraba la más pura y honesta que jamás había conocido. Su ancla moral en un mundo de tiburones. Su mirada se posó en una foto enmarcada de él y Sabina en una regata, sonriendo. La mujer de la foto era elegante, sofisticada. Pero en su mente, su imagen se disolvió, arrastrándolo a un recuerdo de calor y polvo.

El Mercedes había muerto con un gemido metálico. El sol caía a plomo sobre un camino polvoriento en algún lugar olvidado cerca de Brumas. Demetrius salió del coche, aflojándose la corbata con un gesto de furia. El calor era sofocante, y su paciencia, inexistente. Estaba harto de la campaña, de su divorcio, de la falsedad de la capital. Y ahora esto.

Entonces, la vio. Un viejo jeep se acercó, levantando una estela de tierra. Se detuvo a su lado. Al volante iba una mujer. No, una aparición. Su belleza era cruda, sin pulir. Piel bronceada, cabello castaño recogido en una cola de caballo desordenada y unos ojos que lo miraron sin un atisbo del reconocimiento adulador al que estaba acostumbrado. Por un instante, no fue el candidato Demetrius Romano. Fue solo un hombre con el coche averiado.

—¿Problemas, señor? —su voz era cálida, con una musicalidad suave que contrastaba con la aridez del paisaje.

—Mi coche ha decidido jubilarse prematuramente —respondió él, sorprendido por su propio intento de humor.

Ella rio, una risa genuina y cristalina. —Suele pasar con los coches de ciudad. No están hechos para este polvo. Voy a Brumas, puedo llevarlo si quiere.

Durante el corto trayecto en el jeep, que olía a heno y a ozono, ella le contó su vida. Se llamaba Sabina. Estaba en el pueblo cuidando de su tía, su única familia, que estaba muy enferma. Le habló de su soledad con una fortaleza que lo conmovió, sin una pizca de autocompasión. Era soltera, sin hijos, un alma pura y resistente maltratada por la vida. Él se bebió cada palabra.

Cuando llegaron a la entrada del pueblo, él supo que no podía dejarla ir. Antes de que ella pudiera decir nada, se inclinó y la besó. Fue un impulso que no sentía desde que era un adolescente. El beso fue torpe al principio, luego profundo. Sabía a polvo y a menta, a algo real. Cuando se separaron, ella lo miraba con los ojos llenos de lágrimas.

—Creo que me he enamorado de usted a primera vista —susurró ella, y la vulnerabilidad de esa confesión derribó las últimas defensas de su cinismo.

Él tuvo que marcharse para su discurso, pero le dio su número de teléfono personal, algo que jamás hacía. Las llamadas se convirtieron en el refugio de sus días. La voz de ella era un bálsamo. Hasta la noche en que llamó, destrozada.

—Demetrius... —sollozó al otro lado de la línea—. Ha pasado algo terrible. Mi primo... el hijo de mi tía... se ha ido. Y se lo ha llevado todo. Mi dinero, mis tarjetas... todo.

La rabia se apoderó de él.

—Llama a la policía. Lo encontrarán.

—¡No! —su grito fue desgarrador—. No puedo. Mi tía... está tan débil. Si se entera de lo que ha hecho su hijo, el disgusto la matará. No puedo hacerle eso. Prefiero perderlo todo.

Y esa fue la estocada final. Esa nobleza, ese sacrificio... En ese momento, Demetrius supo que haría cualquier cosa por proteger a esa mujer. Envió a su chófer más discreto, la sacó de Brumas y la instaló en un apartamento seguro en la capital. Le dio una tarjeta de crédito sin límite. Se convirtió en su caballero andante, el salvador de la mujer más pura y buena que había conocido.

El hielo del vaso le quemó la mano, devolviéndolo a la opulencia fría de su despacho. Había salvado a Sabina de sus desgracias, la había pulido y la había colocado a su lado como su futura esposa. Y la había traicionado con el deseo febril por una desconocida en un vestido esmeralda. La culpa era un veneno, y lo estaba consumiendo.

​***

Paloma

Mientras Demetrius se ahogaba en su culpa, a kilómetros de distancia, Paloma luchaba contra una tormenta diferente.

​La puerta de su habitación se cerró con un clic suave, un sonido minúsculo que retumbó como un portazo en el silencio del apartamento. Se deshizo del vestido de seda negro, que cayó al suelo como una piel mudada. Se quedó en ropa interior frente al espejo, temblando. Su piel estaba encendida, marcada por el recuerdo del toque de Demetrius. El eco de sus dedos en su espalda era una quemadura fantasma, y con él, vino la marea. Un calor lento y pesado se asentó en lo más profundo de su ser, despertando una pulsión que la hizo jadear. Su cuerpo, el traidor, estaba reviviendo el momento no con horror, sino con el lenguaje del deseo.




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