La Hija de Nadia

Capítulo 13: La Llamada

Demetrius

​El pulgar de Demetrius se cernió sobre el icono de llamada durante un latido de corazón que pareció una eternidad. Cada instinto de su vida controlada le gritaba que se detuviera. Era imprudente. Era un riesgo innecesario. Era una traición.

​No le importó.

​Pulsó la pantalla. El teléfono empezó a sonar, cada tono un martillazo contra sus nervios. ¿Y si no contestaba? ¿Y si el número era falso, una trampa de Vargas? La idea lo enfureció y lo excitó a partes iguales.

​Entonces, la línea se abrió. No hubo un "hola". Solo un silencio expectante, cargado de electricidad. Podía oír una respiración suave al otro lado, casi imperceptible.

​—Alessia —dijo, su propia voz sonando más ronca de lo normal.

​Hubo una pausa. Podía imaginarla al otro lado: sus ojos verdes, su sonrisa enigmática.

—No sabía que los candidatos presidenciales hacían llamadas personales a estas horas, Señor Romano. Pensé que estaría ocupado... gobernando el mundo.

​Su voz. Era aún más íntima a través del teléfono, un susurro de seda y whisky que se deslizó directamente por su columna vertebral y se instaló en la boca de su estómago.

—El mundo puede esperar —respondió él, caminando hacia el ventanal de su despacho—. Hay asuntos más... urgentes.

—¿Ah, sí? ¿Y qué asunto podría ser tan urgente como para requerir su atención personal?

—El sabor del casi —dijo él, sin rodeos—. Es un sabor que no me gusta. Deja un mal regusto. Me preguntaba si usted sentía lo mismo.

​El silencio al otro lado se prolongó, tenso y lleno de posibilidades. Cuando ella habló, su voz era más baja, casi un ronroneo.

—Quizás... lo que usted considera un "casi", yo lo considero una prudente toma de distancia. Usted es un hombre comprometido. Y yo soy una mujer que valora su independencia.

—La independencia no excluye el deseo, Alessia.

—No. Pero lo complica.

​Demetrius cerró los ojos, apoyando la frente contra el cristal frío. Podía olerla. Podía sentirla.

—Necesito verla.

Paloma

​El teléfono vibró sobre su mesita de noche, un zumbido agresivo en el silencio de su habitación. Un número desconocido. Leo aún no había tenido tiempo de conseguirle un teléfono seguro. Podía ser cualquiera.

​O podía ser él.

​Su corazón dio un vuelco. Se envolvió más en su bata de seda y contestó, siguiendo el primer instinto que le vino: el silencio. Que fuera él quien hablara primero. Que revelara su mano.

​—Alessia.

​Su nombre, dicho con esa voz grave y ronca, fue como una caricia física. Una parte de ella, la parte traidora, se estremeció. La otra parte, la cazadora, sonrió en la oscuridad. Había llamado. Más rápido de lo que había previsto. Estaba desesperado.

​Jugó con él, su voz un murmullo cuidadosamente calibrado de indiferencia y seducción. Cada palabra era un cebo. Cada pausa, un anzuelo. Cuando él dijo "Necesito verla", ella supo que lo tenía. La partida había pasado de la defensa al ataque. Era su turno de dictar las reglas.

​—"Necesitar" es una palabra muy fuerte, Demetrius —dijo, usando su nombre de pila por primera vez, una intimidad calculada que sabía que lo golpearía—. La gente como nosotros no "necesita". La gente como nosotros "toma" lo que quiere. Si es que puede permitírselo.

Él soltó una risa ahogada al otro lado, una mezcla de frustración y admiración.

—Dígame el precio, entonces.

—El precio es el riesgo —respondió ella, poniéndose de pie y caminando hacia su propia ventana, mirando la misma ciudad que él—. Quiero que me muestre algo real. No un bar público, no una gala. Un lugar donde no exista Demetrius Romano, el candidato. Un lugar donde pueda ver al hombre. Si es que existe.

​Era el movimiento final. La apuesta más alta. Le estaba pidiendo que se despojara de su armadura, que se expusiera, que fuera vulnerable.

​La pausa en la línea fue larga, pesada. Paloma contuvo la respiración. Podía oír el hielo tintineando en un vaso al otro lado.

​—Mañana por la tarde —dijo él finalmente, su voz tensa con una decisión irrevocable—. Hay una galería de arte privada en el Distrito de las Artes. "Galería Caleidoscopio". Estará cerrada al público. A las cinco. Venga sola.

​—Estaré allí —respondió ella.

​Y antes de que él pudiera decir nada más, colgó.

​Dejó caer el teléfono sobre la cama como si quemara. Se quedó mirando su propio reflejo en el cristal oscuro de la ventana. La trampa estaba puesta. El lobo no solo iba a la guarida. Iba a su matadero. Y ella, por primera vez, sintió un escalofrío que no era de deseo, ni de odio.

​Era miedo. Miedo de lo que pasaría cuando estuvieran finalmente solos, sin barreras, y su cuerpo traidor tuviera que enfrentarse a la voluntad de hierro de su venganza.




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