Sabina
Sabina se observó en el espejo de cuerpo entero del vestidor, un panel de cristal del suelo al techo que reflejaba no solo a una mujer, sino a una obra de arte. Llevaba un vestido de día de diseñador que costaba más de lo que Abel Leal ganaba en un año. Se pasó una mano por la seda, una caricia satisfecha. Lo había logrado.
El recuerdo de Brumas no era un fantasma que la atormentara; era un pedestal. Era el fango del que ella, la flor de loto, había emergido impecable. A veces, en la quietud de la noche, pensaba en ellos. En Abel, con su bondad simple y su olor a tierra. Un hombre bueno. Un hombre conformista. Un ancla. Pensaba en su hija, en Paloma. Una niña preciosa, una versión más brillante de sí misma. Y ese era el problema.
Nadia Leal amaba a su hija, pero Sabina del Río no podía permitirse el lujo de tener una. Una hija era un vínculo con un pasado que había incinerado. Una hija, especialmente una que florecía en una belleza tan arrolladora, sería una competencia. En el mundo que había elegido, solo podía haber una reina.
Se puso un collar de diamantes, el frío de las piedras un consuelo familiar contra su piel. No sentía culpa. Sentía... triunfo. Se sonrió a sí misma en el espejo, una sonrisa fría y perfecta. La niña de Brumas estaba muerta. Larga vida a la reina.
La Galería
Paloma
La "Galería Caleidoscopio" estaba en silencio. La luz de la tarde se filtraba a través de un tragaluz, pintando largas sombras en el suelo de mármol.
Paloma llegó exactamente a las cinco. Llevaba un sencillo vestido de lino color crema que se ceñía a su cintura y caía justo por encima de sus rodillas. Era un atuendo diseñado para desarmar: elegante, pero vulnerable.
Él ya estaba allí, de pie frente a un lienzo enorme de colores violentos. No llevaba corbata, y las mangas de su camisa blanca estaban arremangadas, dejando al descubierto unos antebrazos fuertes. Parecía menos un candidato y más un hombre.
—Llegas puntual —dijo sin volverse.
—Odio hacer esperar a la gente —respondió ella, su voz resonando en el silencio.
Él se giró. La intensidad de su mirada la golpeó como una fuerza física.
—Gracias por venir.
—Gracias por la invitación. Aunque debo admitir que me sorprende. Pensé que su agenda era... impenetrable.
—Hice un hueco —dijo, dando un paso hacia ella—. Hay cosas por las que vale la pena romper las reglas.
Estaban en el centro de la galería, el arte olvidado a su alrededor. Él dio otro paso.
—Estuve pensando en nuestra conversación. En el bar.
—Yo también —susurró ella.
—Mentira —dijo él, su voz un murmullo bajo y ronco—. Ninguno de los dos ha pensado. Solo hemos sentido. Desde el primer momento en esa gala.
Estaba tan cerca ahora que podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Su perfume la envolvió. Su corazón martilleaba, un ritmo salvaje que ahogaba todos sus pensamientos de venganza. Solo quedaba el aquí y el ahora.
—Demetrius... —su nombre fue un aliento.
—No hables —dijo él.
Y entonces la besó.
No fue como el casi beso en el bar. Fue una colisión. Su boca reclamó la de ella con una desesperación que la dejó sin aliento. Su mente, por un instante traicionero, la llevó a otra noche, a otros labios. Su primer beso, bajo un manto de estrellas en Brumas, con un chico de pueblo que le había prometido un futuro cuando volviera con el dinero suficiente para comprar la casa donde vivirían. Aquel beso había sido tierno, una promesa susurrada. Este, el de Demetrius, no era una promesa. Era una toma de posesión, un incendio forestal.
Una de sus manos se enredó en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás, mientras la otra se deslizó por su espalda y la apresó por la cintura, aplastando su cuerpo contra el de él.
Paloma gimió contra sus labios. El plan, la venganza, Abel... todo se disolvió en la pura e innegable sensación de la boca de este hombre sobre la suya. Le devolvió el beso con la misma ferocidad, sus uñas clavándose en sus antebrazos. Era una batalla, una rendición.
Él rompió el beso, ambos jadeando, sus frentes apoyadas la una en la otra.
—Dime que me vaya, Alessia —susurró él, su voz rota por el deseo—. Dime que pare ahora mismo, y lo haré.
Ella levantó la cabeza. Sus ojos verdes, oscurecidos por la pasión, se encontraron con los de él. La cazadora y la presa se habían fusionado en una sola criatura hambrienta.
—No te atrevas —susurró ella.
Y fue ella quien lo besó esta vez, tirando de él, guiándolo ciegamente hacia atrás hasta que su espalda chocó contra la pared fría, justo debajo del lienzo de colores violentos. El caos del cuadro era un reflejo perfecto del caos que se había desatado entre ellos