La Hija de Nadia

Capítulo 15: El Caos Debajo del Lienzo

El segundo beso fue una aniquilación.

​Si el primero había sido una colisión, este fue la explosión resultante. La boca de Paloma era tan hambrienta y exigente como la de él, sus lenguas se encontraron en una danza desesperada y furiosa. Era un beso de odio tanto como de deseo, un intento de devorarse, de entenderse, de destruirse.

​Las manos de Demetrius, que habían quedado inertes por la sorpresa, cobraron vida. Se deslizaron desde la cintura de ella, subiendo por sus costados, sus pulgares rozando la curva inferior de sus pechos. Un gemido gutural vibró en la garganta de Paloma, y él lo tomó como una invitación. Sus manos la reclamaron, ahuecando sus senos por encima de la tela de lino, sus pulgares encontrando sus pezones ya endurecidos y torturándolos con una presión exquisita.

​El cuerpo de Paloma se arqueó contra él, un arco de pura necesidad. El plan de venganza era una idea lejana, un eco ahogado bajo las oleadas de placer y rabia que la consumían. Le mordió el labio inferior, lo suficiente para sacar una gota de sangre, y el sabor metálico en su boca fue un ancla a la realidad, a la violencia de sus emociones.

​—Alessia... —jadeó él contra su boca, su control hecho trizas—. ¿Qué me estás haciendo?

​—Lo mismo que tú me estás haciendo a mí —respondió ella, su voz un susurro roto.

​Él la levantó sin esfuerzo, y ella envolvió sus piernas alrededor de su cintura, su vestido arrugándose en sus caderas. Apoyada contra la pared fría, con el cuerpo de él aprisionándola, se sintió a la vez atrapada y absolutamente libre. Era una contradicción que la estaba volviendo loca.

​Las manos de él exploraron la piel de sus muslos, subiendo cada vez más, acercándose al epicentro de su calor. Sus besos descendieron de su boca a su mandíbula, a la línea vulnerable de su cuello. Sus labios encontraron el punto sensible justo debajo de su oreja, y cuando su lengua trazó un camino húmedo y caliente allí, el cuerpo de Paloma se convulsionó.

​La parte de ella que era la hija de Abel Leal gritaba en silencio. La parte que era Alessia Rosetti, la vengadora, observaba con una fascinación fría, catalogando cada reacción, cada gemido, cada punto débil que él le estaba revelando. Pero la parte que era simplemente una mujer, una mujer hambrienta de un contacto que nunca supo que necesitaba, estaba ganando la batalla.

​—Demetrius —jadeó, el nombre un ruego y una maldición.

​Su mano finalmente llegó a su destino, sus dedos encontrando la fina tela de su ropa interior. Estaba empapada. Un sonido gutural escapó de la garganta de él al sentir la prueba de su deseo.

​—Dime que me detenga —susurró él de nuevo, su voz ronca y llena de una súplica desesperada por que no lo hiciera.

​Esta vez, Paloma no respondió con palabras. Se inclinó y le mordió el hombro por encima de la camisa, un acto posesivo y animal.

​Fue suficiente. Él la sostuvo con un brazo, y con la otra mano, buscó el cierre de su vestido. Pero antes de que pudiera hacer nada más, un sonido metálico y distante rompió el hechizo. El sonido de una llave girando en la cerradura principal de la galería.

​Se separaron al instante, como dos conspiradores sorprendidos. El deseo seguía colgando pesado en el aire, pero la realidad acababa de derribar la puerta.

​Se miraron, sus pechos subiendo y bajando con respiraciones agitadas. Sus labios estaban hinchados, sus ojos oscurecidos por la pasión. La puerta de la galería se abrió.

​—Señor Romano —dijo la voz de Mendoza, su jefe de seguridad, desde la entrada—. Su próxima cita es en treinta minutos.

​Demetrius no apartó los ojos de Paloma. La frustración y la furia luchaban en su rostro.

Paloma, con una calma que no sentía, se deslizó de sus brazos y se recompuso el vestido. Se pasó los dedos por el cabello, tratando de arreglar el desastre que él había creado.

​Se acercó a él, tan cerca que sus alientos se mezclaron.

—Parece que, una vez más, su tiempo se ha acabado —susurró, su voz cargada de una promesa rota.

​Y sin mirar atrás, caminó con una dignidad impecable hacia la salida, dejando a Demetrius Romano solo en medio de la galería, apoyado contra la pared, temblando de un deseo tan violento y tan insatisfecho que era casi doloroso.

​La guerra acababa de escalar a un nuevo y mucho más peligroso nivel.




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