La Hija de Nadia

Capítulo 16: Análisis de Batalla

Paloma desapareció por la puerta de la galería, dejando un vacío atronador a su paso. Demetrius se quedó de espaldas a la pared, el lienzo de colores caóticos a su lado era un pálido reflejo de la tormenta en su interior. Su cuerpo entero era una contradicción: la piel helada por el contacto con el muro frío, las entrañas ardiendo con un fuego que ella había encendido y se había negado a apagar. El sabor de sus labios —una mezcla de whisky, menta y su propia sangre— era un gusto a cenizas en su boca. Insatisfactorio. Adictivo.

​Mendoza, su jefe de seguridad, entró en la sala, su rostro una máscara de profesionalismo.

—Señor, el coche está listo. El comité de finanzas lo espera en menos de treinta minutos.

​Demetrius se enderezó lentamente, cada movimiento deliberado, como si contuviera una violencia a punto de estallar. Se ajustó las mangas de la camisa, un gesto para recuperar un control que ya no poseía. Cuando se giró hacia Mendoza, sus ojos eran dos esquirlas de hielo.

—Cancela la cita.

​Mendoza parpadeó, sorprendido. Era la reunión de recaudación más importante del mes.

—Pero, señor, es crucial para la campaña, los donantes...

—¿Te he pedido tu opinión, Mendoza? —La voz de Demetrius era tan baja y tan afilada que cortó el aire.

​—No, señor —respondió Mendoza al instante, retrocediendo un paso—. Procedo a cancelarla.

​En el coche, el silencio era denso. Demetrius miraba las calles de Ciudad de Reyes sin verlas. Podía sentir el eco del cuerpo de ella contra el suyo. Podía oler su perfume en el tejido de su camisa. Era una quemadura fantasma, una marca invisible que se negaba a desaparecer.

​Él, Demetrius Romano, el maestro estratega, había caído en la trampa más vieja del mundo. Pero no era la seducción lo que lo tenía al borde del abismo. Era el desafío. Ella lo había igualado en ferocidad, y luego, con una calma insultante, se había alejado. No había huido. Simplemente se había ido. Le había demostrado que, aunque su cuerpo temblara, su voluntad era más fuerte.

​Y eso, para un hombre que lo controlaba todo, era la afrenta definitiva y el afrodisíaco más potente.

​Sacó su teléfono seguro y volvió a llamar a Mendoza, que iba en otro coche justo detrás de ellos.

—Quiero un nuevo informe —ordenó, su voz un gruñido—. Olvida la discreción. Quiero todo sobre Alessia Rosetti y quiero todo sobre Leo Vargas. Quiero saber dónde compran el café, con quién hablan, a qué le tienen miedo. Quiero sus secretos más oscuros y sus placeres más simples. Usa todos los recursos. Todos. No me importa el coste ni las reglas. ¿Entendido?

​—Entendido, señor —responsió la voz sin emociones de Mendoza.

​Demetrius colgó. Miró su reflejo en la ventanilla oscura. El hombre que le devolvía la mirada era un extraño, un animal con los ojos inyectados en sangre, consumido por una única necesidad. La campaña, Sabina, su vida entera... todo se había vuelto secundario.

​La caza había cambiado. Ya no era un juego para satisfacer su curiosidad. Se había convertido en una guerra total por la posesión. Y él planeaba ganarla, sin importar quién tuviera que caer en el proceso.

Paloma

El silencio en el coche de vuelta era tan denso que Paloma sentía que podía ahogarse en él. Leo conducía con una concentración absoluta, sus ojos moviéndose entre la carretera y el espejo retrovisor, como si esperara ser seguido. Luna, a su lado, estaba pálida y se mordía la uña del pulgar, un hábito nervioso que había abandonado en la adolescencia.

​Paloma miraba por la ventanilla, pero no veía las luces de Ciudad de Reyes. Veía el interior de una galería de arte en penumbra. Sentía el calor de un cuerpo presionado contra el suyo, la textura de una camisa cara bajo sus uñas, el sabor a whisky y a sangre en su boca. Su cuerpo entero era un eco de la colisión, vibrando con una energía residual que era a la vez aterradora y adictiva.

​Cuando la puerta del ático se cerró tras ellos, el hechizo se rompió.

​—Paloma... ¿qué ha sido eso? —la voz de Luna era un susurro roto—. Yo... lo vi todo en las cámaras. La forma en que te tocó, la forma en que lo besaste... Creí que... no ibas a poder parar.

​—Yo también lo creí —admitió Paloma, y la honestidad en su propia voz la sorprendió. Fue hacia la barra y se sirvió un vaso de agua con manos que temblaban ligeramente.

​Leo se acercó, su rostro serio, analítico.

—Lo has roto, Pali. Un hombre como él, cuya vida entera es una fortaleza de autocontrol, no se rompe. Pero tú lo has hecho. Su compostura se hizo añicos. Pude verlo en su rostro cuando saliste.

​Hizo una pausa, su mirada volviéndose más dura.

—Pero ahora es diez veces más peligroso. Acabas de demostrarle a un depredador en la cima de la cadena alimenticia que tiene una debilidad. Y hará cualquier cosa para controlarla o destruirla. Y ahora mismo, esa debilidad eres tú.

​Paloma bebió el agua de un trago, el frío un alivio inútil contra el fuego que sentía por dentro.

—Todavía puedo sentirlo —dijo en voz baja, más para sí misma que para ellos—. Su boca. Sus manos. Es como... un veneno en la sangre.




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